La Realidad y el Conocimiento
La doctrina central de la filosofía platónica es la teoría de las ideas, también denominadas formas. Afirma que existen entidades inmateriales, absolutas, inmutables y universales independientemente del mundo físico: por ejemplo, la justicia en sí, la bondad en sí, el hombre en sí, las entidades y proporciones matemáticas en sí mismas. De ellas derivan su ser todo lo justo, todo lo bueno, todos los hombres, todo lo armónico y proporcionado que hay en el mundo físico. El término «idea» no debe inducir a error al lector moderno. No se trata de conceptos, de construcciones mentales, de objetos sin existencia aparte de la mente que los concibe. Se trata de realidades, más aún, de las únicas realidades en sentido pleno, ya que de ellas deriva todo lo que hay de real en el mundo físico.
Las ideas son, pues:
- Objetivas: no son pensamientos o contenidos del pensamiento, sino entidades sin cuya existencia sería imposible el conocimiento científico; son realidades ideales auténticas y arquetipos ideales de todo lo sensible.
- Universales: mientras que las cosas sensibles son individuales y mantienen con ellas, entre otras, la relación que lo particular mantiene con lo universal.
- Inmutables e indivisibles: a diferencia de las cosas del mundo sensible que cambian continuamente y, además, son divisibles.
- Eternas, ingénitas: trascienden el tiempo y no están en el espacio, al contrario de las cosas sensibles que comienzan a existir –están, pues, en el tiempo– y ocupan un lugar en el espacio.
- Se encuentran, además, jerarquizadas y existe una idea que posee un rango tan elevado en esa jerarquía, que las abarca a todas.
La pregunta por el origen de la teoría platónica de las ideas no puede ser respondida de un modo definitivo y satisfactorio. En la filosofía presocrática encontramos, desde luego, elementos que fueron incorporados por Platón a su teoría y que, tal vez, influyeron en la formulación de esta. Tal es el caso de la doctrina de los pitagóricos y de Parménides: aquellos insistieron en las estructuras y relaciones matemáticas como principio de inteligibilidad del universo, y los entes matemáticos son ciertamente ideas en la doctrina platónica. En cuanto a Parménides, su distinción entre lo que verdaderamente existe (la realidad inmutable, iningendrada e imperecedera de que se ocupa la Vía de la verdad) y el universo cambiante (cuya génesis se narra en la Vía de la opinión) se recoge también en el pensamiento platónico: las ideas son lo que existe de verdad y poseen las mismas características que la realidad propugnada por Parménides.
No podemos olvidar tampoco a Sócrates. Platón presenta a Sócrates en sus diálogos planteando siempre preguntas sobre una virtud o un concepto moral: ¿qué es la justicia?, ¿qué es el valor?, ¿qué es la moderación?, etc. Quien formula una pregunta de este tipo presupone que hay algún rasgo (o conjunto de rasgos) común a todas las acciones, instituciones, etc., particulares a los que se aplica el predicado universal “justo” o “valeroso” o “moderado”, etc. Ese rasgo (o conjunto de rasgos) que es común y que no se identifica con ninguna acción justa particular será, para Platón, la idea de justicia. Aristóteles, discípulo de Platón, ha insistido en la influencia de estas indagaciones socráticas en el origen de la teoría de las ideas haciendo hincapié, eso sí, en que «Sócrates no separaba los universales» (es decir, no consideraba los conceptos universales como realidades subsistentes en sí), sino que «fue Platón el que los separó denominándolos ideas» (Metafísica XIII, 4).
El Sistema de las Ideas
El mundo ideal (la palabra «mundo» es, obviamente, metafórica) alberga ideas o formas de los seres físicos, ideas matemáticas (todo el universo matemático es ideal) y el conjunto de los ideales morales y políticos (bondad, justicia, etc.) a que han de acomodarse la conducta individual y la organización de la convivencia social.
Para Platón, las ideas no son un aglomerado inconexo de esencias, sino que constituyen un sistema en que todas se ensamblan y coordinan, en una gradación jerarquizada, cuya cúspide ocupa la idea de bien. El bien como idea primera, como principio supremo, es expresión del orden, del sentido y de la inteligibilidad de lo real.
Las Formas del Conocimiento
Todo lo expuesto hasta el momento muestra que la ontología platónica (es decir, su concepción de la realidad) es radicalmente dualista: de una parte, las ideas que son la realidad auténtica, lo «realmente real»; y de otra parte, los seres físicos, cambiantes y corruptibles. Veremos a continuación cómo a estos dos niveles de realidad corresponden también dos niveles en el conocimiento.
Saber y Opinión: Conocimiento Intelectual y Conocimiento Sensible
En Platón la oposición entre saber o ciencia (epistéme) y opinión (dóxa) está esencialmente vinculada a la oposición entre el conocimiento intelectual y el sensible. Esta última distinción se instituye a partir de la doctrina de Parménides. Platón insiste en que solo el conocimiento intelectual, la razón, es capaz de captar las ideas, las esencias inteligibles. Los sentidos, por su parte, solamente nos ofrecen impresiones e imágenes cambiantes del mundo físico en constante devenir.
La oposición entre saber y opinión se asocia así a la oposición entre razón y sentidos. Dado el dualismo platónico no podía ser de otro modo. El saber, decíamos, se basa en razones: a menudo dice Platón que «va acompañado de razón». La opinión, por el contrario, «va acompañada de sensación». Se trata, pues, de una distinción fundamental que Platón utiliza no solamente en su estudio del conocimiento, sino también en otros ámbitos, como el político: en efecto, los políticos se mueven en el nivel de la «opinión», y no en el nivel del auténtico saber.
El método, el camino hacia el saber absoluto y total (desde la «imaginación» al «conocimiento», desde la visión de las sombras en el interior de la caverna a la contemplación de la luz del sol), es denominado dialéctica por Platón.
Y, una vez que se ha contemplado el sol, una vez que el hombre ha descubierto el principio de todas las ideas, de todas las realidades, es el camino que ha de seguir para informar a los que todavía se encuentran encadenados sobre cómo es la auténtica realidad y de cómo hay que vivir para hacerlo justamente.
La dialéctica es camino y método en una doble vertiente: del conocimiento y de la libertad; de la ciencia y de la justicia; saber y conocer es buscar la verdad y liberarse de las opiniones y los prejuicios. Por eso Platón es un filósofo «ilustrado», porque reclama la emancipación teórica y práctica del ser humano. La dialéctica tiene, pues, una doble dirección:
- Ascendente: que consiste en la indagación del principio del que dependen todas las hipótesis, en la búsqueda de una realidad que no necesite de ninguna otra para existir, sino que sea ella la causa de la existencia de las demás realidades y que termina con la visión de tal principio. En la República identifica ese principio con la idea de Bien.
- Descendente: que consiste en extraer las consecuencias de ese principio para poder vivir de manera justa; solo los que han contemplado la idea de Bien son capaces, después, de organizar correctamente su vida y la de los demás. Este es el motivo por el que los que han ascendido al mundo de las ideas, y han contemplado la idea de Bien, deben regresar a la caverna a «liberar» a los demás prisioneros de sus prejuicios. Y eso a pesar de que, al bajar a la oscuridad, los que están encadenados se van a reír de ellos cuando les cuenten lo que han visto, e incluso pueden estar tentados de matarles. A pesar, también, de que ellos mismos van a sentir la tentación de quedarse en el mundo de la luz desentendiéndose de los asuntos humanos. A pesar, por último, de que al bajar a la oscuridad los que han visto la luz, en un principio se van a sentir torpes y ridículos.
El Orden Moral
Frente al relativismo moral de los sofistas, Sócrates estaba convencido de que los conceptos morales pueden ser fijados racionalmente mediante definiciones rigurosas: aunque, por ejemplo, resulte difícil de definir, la justicia puede ser definida. Más aún, la búsqueda de su definición constituye una tarea primordial e ineludible para todo ser humano y también para toda sociedad que pretenda organizarse conforme a un orden racional. Platón recoge esta convicción socrática (véase «Origen de la teoría de las ideas»). Más aún, Platón atribuyó a estos conceptos ético-políticos el estatuto de ideas (la justicia en sí, la bondad en sí, etc.).
Partamos, pues, de que es posible definir la justicia de un modo objetivo, de acuerdo con la convicción socrático-platónica. ¿Cómo definirla? Los sofistas habían señalado claramente el camino: analizando la naturaleza humana. Platón acepta este planteamiento de los sofistas, si bien rechaza las conclusiones de sus análisis.
Los sofistas defendían el carácter convencional de las instituciones políticas y de las normas morales: lo que se considera bueno y malo, justo e injusto, no es universalmente válido, inmutable. Para llegar a esta conclusión los sofistas contaban con un argumento doble: de una parte, la falta de unanimidad de qué sea lo bueno, lo justo, etc. (falta de unanimidad que salta a la vista, no solo comparando unos pueblos con otros, sino comparando los criterios morales de individuos y grupos distintos dentro de una misma sociedad); de otra parte, los sofistas solían establecer una comparación entre las leyes y normas morales vigentes y la naturaleza humana.
Lo único verdaderamente absoluto, inmutable (es decir, común a todos los hombres) es la naturaleza humana. Solo observando cuál es el modo propio -natural- de comportarse los hombres podremos conocer la naturaleza humana. ¿Qué es, pues, lo natural en el modo de comportarse de los hombres? Lo que queda si eliminamos todo aquello que hemos adquirido por las enseñanzas recibidas. Los sofistas, especialmente los de la segunda generación, como Calicles y Trasímaco, utilizan el animal y al niño como ejemplos de lo que es la naturaleza humana prescindiendo de los elementos culturales adquiridos. De estos dos modelos deducen que solo hay dos normas naturales de comportamiento: la búsqueda del placer (el niño llora cuando siente dolor y sonríe feliz cuando experimenta placer) y el dominio del más fuerte (entre los animales el macho más fuerte domina a los demás).
Al ir contra estas normas, la moral vigente es antinatural. No es solo convencional (la moral podría ser convencional, pero no antinatural, por ejemplo, si las normas fueran un mero acuerdo conforme con las exigencias de la naturaleza; esta fue la postura de los primeros sofistas, como Protágoras), sino que además es contraria a la naturaleza, según los últimos y más radicales de los sofistas.
Es fácil comprender la trascendencia de estas reflexiones de la sofística, pues con ellas se inaugura el eterno debate sobre las normas morales, sobre la ley natural (physis) y la ley positiva (nomos).
Pues bien, como decíamos, la doctrina de los sofistas según la cual las únicas leyes naturales son la búsqueda del placer y el dominio del más fuerte se basa, a juicio de Platón, en un análisis incorrecto de la naturaleza humana: al tomar como modelo de comportamiento natural a los animales y a los niños, los sofistas se olvidan del elemento más característico de la naturaleza humana: la razón (ni el niño ni el animal la poseen). Un análisis de la naturaleza humana que no tenga en cuenta la existencia de la razón, ni su rango de facultad suprema, no puede servir para definir correctamente la justicia.
Así, pues, para definir la justicia –y con ella el resto de las virtudes morales– es necesario analizar correctamente la naturaleza humana. El análisis platónico del ser humano comporta la distinción de tres partes en el alma. La justicia será el ordenamiento adecuado de estas tres partes del alma. Tal ordenamiento tiene lugar cuando cada parte del alma ejerce la función que le corresponde y posee la virtud que le es propia. La prudencia es la virtud propia de la razón; la fortaleza o valor es la virtud propia del ánimo; la moderación o templanza consiste, en fin, en que el apetito se someta a los dictados de la razón, reconociendo a esta el papel rector que le corresponde naturalmente. Cuando sus partes se comportan de este modo, el alma, en su conjunto, es justa y ordenada.
El Orden Político
Si hasta aquí nos hemos referido al orden moral, no olvidemos que Platón es, ante todo, un pensador político. Su obra más importante y más conocida, la República, está dedicada a diseñar el sistema político ideal.
La Justicia en el Estado
La teoría política de Platón gira en torno a dos principios fundamentales:
- Correlación estructural entre el alma y el Estado. Según Platón, el estado posee la misma estructura tripartita que el alma humana. Tres son, en efecto, los grupos o clases sociales de que se compone un estado: productores (dedicados a la actividad económica, a la producción de bienes y al comercio), guardianes auxiliares (dedicados a la defensa y al mantenimiento del orden, a tareas militares y policiales) y gobernantes o guardianes perfectos. Los tres grupos de que se compone un estado se corresponden con las tres partes del alma: los productores con el apetito (alma concupiscible), los guardianes auxiliares con el ánimo (alma irascible), y los gobernantes con la razón (alma racional).
- Principio de especialización funcional. De acuerdo con este principio, cada individuo y cada grupo social ha de dedicarse a la función o tarea que le es propia. Platón justifica este principio no solo con razones de carácter práctico (los resultados son mejores cuando cada cual realiza las tareas en las que está especializado), sino también mediante consideraciones teóricas: en todo sistema complejo natural, sea este un organismo o un Estado, cada parte está destinada naturalmente a realizar una función específica.
De la conjunción de estos dos principios resulta la concepción platónica de la justicia, la misma para el Estado que para el alma individual. En efecto, la justicia en el Estado se realiza cuando cada uno de los grupos sociales realiza la función que le corresponde (especialización funcional) y la realiza de modo adecuado, por poseer la virtud que le es propia: prudencia en el caso de los gobernantes, fortaleza o valor en los guardianes auxiliares y moderación o templanza (aceptación del orden social) por parte de los productores y de todos y cada uno de los grupos sociales.
El Gobierno del Sabio
De acuerdo con la filosofía platónica, a la razón corresponde por naturaleza gobernar, tanto en el individuo como en el Estado. Las otras partes (apetito y ánimo en el alma, productores y guardianes en el Estado) han de someterse a los dictados de aquella de acuerdo con las exigencias de la justicia. La doctrina según la cual es a la razón a la que corresponde por naturaleza gobernar lleva a Platón a concebir un Estado ideal, utópico, que puede definirse como el gobierno de los sabios. Toda la teoría política de Platón se centra en esta convicción. El gobierno corresponde, pues, a los que saben, a los sabios, a los filósofos. Este principio platónico se basa en una identificación del saber teórico y el saber práctico. La jerarquización de las ideas sitúa en la cúspide de todas ellas la idea de bien, expresión del orden, del sentido y de la inteligibilidad de todo lo real. El conocimiento del bien es la culminación de todo saber, tanto teórico como práctico: del saber teórico, porque el conocimiento del bien hace posible la captación del orden y de la estructura de todo lo real; del saber práctico, porque el conocimiento del bien proporciona las normas de toda ordenación moral y política. El sabio platónico es a la vez hombre de ciencia y hombre de Estado. Bajo su gobierno no son necesarias las leyes, ya que su saber le permitirá adoptar en cada caso las disposiciones más adecuadas.
Los Regímenes Políticos
En la última parte de la República, Platón hace un análisis de los distintos regímenes políticos y establece, por primera vez en nuestra cultura, la relación entre los ciudadanos y el régimen bajo el que viven.
Aristocracia
El régimen más perfecto, porque es la inteligencia la que, a través de un monarca o de unos hombres superiores, por su educación y altruismo, domina en el Estado. Esa inteligencia generosa permite establecer el equilibrio entre las clases sociales.
A partir de este régimen superior, los otros regímenes manifiestan una inevitable decadencia.
Timocracia
La perversión de la aristocracia es la timocracia. Domina en esta forma de gobierno el elemento pasional sobre el racional. Se ambicionan honores y riquezas. Predomina la clase militar y sus representantes oprimen a las clases inferiores. Pero, igual que la aristocracia, acaba corrompiéndose.
Oligarquía
El ansia de riqueza convierte la timocracia en oligarquía o gobierno del dinero. Es «el gobierno en el que mandan los ricos, sin que el pobre tenga acceso al poder».
Democracia
Cuando la miseria llega a los ciudadanos explotados por los oligarcas surge la rebelión contra los ricos. La democracia «nace, creo yo, al vencer los pobres» y extender el poder, por elecciones, a todos. La ciudad se llenará, así, de libertad y es posible escoger otras formas de vida: «Será también el más bello de los sistemas. Del mismo modo que un abigarrado manto en que se combinan todos los colores, así también este régimen, en que hay tantas posibilidades, puede parecer el más hermoso» (República, 557c).
Pero como los oligarcas negaron la verdadera educación al pueblo, este goce de libertad y ese imperio de los deseos van corrompiendo a su vez a la democracia y preparando otro régimen más violento.
Tiranía
La ausencia de orden y excesiva liberalidad transformará la democracia en tiranía: el poder se entrega al tirano, que gobierna prescindiendo de la ley.
Los análisis que de los regímenes políticos lleva a cabo Platón en el libro VIII de la República son ejemplos, entre otros muchos de su obra, de una de sus grandes obsesiones: la construcción de una ciudad justa y feliz en la realidad.