El Contrato Social: Hobbes, Locke y los Fundamentos del Estado Moderno
En el siglo XVII, surge una concepción fundamental en la filosofía política: el contractualismo. Esta teoría establece que el ejercicio del poder se basa en un hipotético pacto entre los ciudadanos, constituyendo una de las bases teóricas esenciales para las democracias modernas. La teoría del contrato social permitió justificar tanto el absolutismo (defendido por Thomas Hobbes) como los modelos parlamentarios (propuestos por John Locke).
Thomas Hobbes y el Absolutismo
Hobbes creía que los seres humanos vivirían inicialmente en un estado de naturaleza, caracterizado por completa libertad e igualdad, sin ley ni autoridad. Sostenía que el ser humano es egoísta por naturaleza y que, sin limitaciones, se convierte inevitablemente en un «lobo para el hombre» (homo homini lupus). Este estado de naturaleza se transforma en un estado de guerra generalizada, donde la vida carece de valor y es «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta».
Por ello, los individuos buscan escapar de esta situación, renunciando a su libertad y a sus derechos personales, y traspasando el poder a un soberano a cambio de protección. Este pacto es considerado el origen del Estado. Para Hobbes, el soberano debe ser absolutista, ya que si el pueblo intentara arrebatarle su poder, la sociedad caería en la anarquía, haciendo muy difícil romper el pacto.
John Locke y el Liberalismo Político
Locke, a diferencia de Hobbes, intentó justificar el poder en un estado no absolutista, proponiendo una monarquía limitada por el poder de un parlamento. Su filosofía representó un ataque frontal al absolutismo. Locke escribió dos tratados sobre el Gobierno Civil:
1. El Primer Tratado: Crítica al Absolutismo
En su primer tratado, Locke critica la justificación del absolutismo. Para él, la legitimación del Estado también es fruto de un pacto entre los individuos de una sociedad, y la convivencia solo se entiende si existe un consentimiento por parte de los miembros. Locke sostenía que todos los seres humanos son iguales y no están sometidos a ningún tipo de autoridad; nacen libres de cualquier poder y viven en un estado de perfecta libertad natural e igualdad.
Esto no significa que cada uno pueda hacer lo que quiera. La ley natural nos enseña que, al ser iguales e independientes, ninguno puede perjudicar al otro en su vida, libertad, salud o posesiones. Consideraba que la ley natural está inscrita en el corazón de los seres humanos y consiste en ciertas reglas de la naturaleza que gobiernan la conducta humana y que pueden ser descubiertas mediante el uso de la razón. Todos los individuos nacen con la capacidad de razonar para distinguir entre el bien y el mal, y con el deseo de preservar la humanidad y no dañar al prójimo.
En ese estado de naturaleza, un individuo tiene derecho a juzgar y castigar a quienes no respetan la ley natural. Sin embargo, tener derecho a todo esto no significa que en la realidad todos estos derechos se respeten, especialmente si consideramos que no existe ninguna fuerza con poder para obligar a su cumplimiento.
En el estado de naturaleza, el ser humano es propietario y capaz de producir y consumir. Con la invención del dinero, nace el conflicto y los individuos se encuentran en un estado de guerra. Esta situación convence a los individuos para que ingresen en una sociedad política donde el gobierno actuará como juez y protegerá sus derechos fundamentales (vida, libertad y propiedad). Así, se establece un «contrato» que, en realidad, es una relación de confianza.
Cuando un individuo entra en la sociedad civil, renuncia al poder de castigar los delitos contra la ley natural. El poder del Estado pasa a ser representativo: los gobernantes deben estar al servicio de los individuos, quienes renuncian a su papel ejecutivo para que el Estado defienda sus derechos.
En caso de que el gobierno no cumpla sus funciones (si se vuelve tirano o traiciona la confianza), el pueblo tiene derecho a la insurrección y a instaurar un nuevo gobierno, pero esto solo en último extremo. La disolución del gobierno no implica la disolución de la sociedad, ya que esto podría causar una anarquía.
En su defensa del liberalismo político (aunque no se puede identificar plenamente con la democracia moderna), Locke establece la división de poderes, argumentando que el poder no debe concentrarse en unas solas manos:
- Poder Legislativo: El parlamento, encargado de elaborar las leyes.
- Poder Ejecutivo: El monarca o el gobierno, responsables de aplicar las leyes y sancionar su incumplimiento.
- Poder Federativo: Encargado de establecer alianzas y declarar la guerra o la paz.
El pensamiento de Locke fue fundamental para justificar el proceso revolucionario de Inglaterra en el siglo XVII.
2. El Segundo Tratado: La Sociedad de Propietarios y su Legado
El segundo tratado de Locke es la filosofía de un grupo privilegiado, de propietarios. El gobierno parlamentario, al ser elegido por los ricos, configuraba un estado considerado una sociedad de propietarios, donde el poder político se limitaba a las clases poseedoras, excluyendo de derechos a los pobres y a las mujeres.
A pesar de esta limitación, la obra de Locke tuvo una gran influencia en la intelectualidad europea: las dos declaraciones de los derechos del hombre, la de Estados Unidos en 1787 y la de Francia en 1789, se inspiraron en su Segundo Tratado. El modelo de separación de poderes tuvo una gran repercusión en el sistema parlamentario inglés y en los gobiernos surgidos de la democracia burguesa, sirviendo para limitar el absolutismo y concentrar el poder legislativo en manos de las instituciones representativas.