Aristóteles: La Felicidad como Fin Supremo y la Ética Teleológica
El pensamiento aristotélico se centra en el fin último del ser humano, identificando la felicidad (eudaimonía) como el objetivo perfecto y autosuficiente de la vida. Para Aristóteles, un fin perfecto es aquel que se desea por sí mismo y no como un medio para otra cosa. En contraste, los fines imperfectos, como el placer o los honores, pueden ser deseables por sí mismos, pero también se buscan porque contribuyen a la felicidad, lo que los convierte en medios hacia un fin superior.
La felicidad, en cambio, es deseada por sí misma y nunca como un medio. No la buscamos para obtener algo más, sino porque representa la plena realización del ser humano. Todas nuestras acciones —desde la búsqueda del conocimiento hasta el ejercicio de las virtudes o la consecución de honores— se realizan con la intención de ser felices. Sin embargo, la felicidad no se busca con la intención de lograr otra cosa.
La Jerarquía de Fines y el Bien Supremo
Los demás bienes, como las virtudes, la inteligencia o el placer, se subordinan a la felicidad. Aunque son valiosos en sí mismos, su valor se incrementa porque contribuyen a la felicidad, lo que demuestra que la felicidad los contiene o los supera en jerarquía. Por ejemplo, una persona puede buscar el conocimiento o el placer, pero lo hace pensando que eso la hará más feliz; no busca la felicidad solo para ser más inteligente o tener más placer.
Aristóteles establece una clara jerarquía de fines, donde la felicidad (eudaimonía) se sitúa en la cúspide como el objetivo supremo de la vida humana. Todo lo demás adquiere valor en la medida en que conduce a ella.
La Felicidad y la Naturaleza Humana
En su obra Ética a Nicómaco, Aristóteles profundiza en el bien supremo al que tienden todas nuestras acciones y conocimientos. Parte de la premisa de que todo ser humano, al actuar o elegir, lo hace buscando algún tipo de bien. La pregunta central es cuál es el mayor de todos los bienes, aquel que se busca por sí mismo y no como medio.
Existe un consenso general, tanto entre el pueblo como entre los sabios, en que la felicidad es el fin último del ser humano, y que vivir y obrar bien es sinónimo de ser feliz. No obstante, las definiciones de felicidad varían: mientras el pueblo la asocia con placeres sensuales, riquezas o éxitos materiales, los sabios proponen interpretaciones más profundas, vinculadas a la virtud y a la vida racional.
Para Aristóteles, la felicidad (eudaimonía) no es un placer momentáneo, sino el resultado de vivir conforme a la excelencia propia del ser humano: la razón. Una vida feliz implica el ejercicio de las virtudes, el cultivo de la razón y la búsqueda del bien, tanto individual como colectivo. De esta manera, la ética y la política se entrelazan profundamente, ya que la política debe orientar a los ciudadanos hacia una vida buena y plena.
Esta perspectiva se enmarca en la orientación teleológica de la filosofía aristotélica, que postula que todo en la naturaleza posee un fin o propósito (telos). En el caso del ser humano, ese fin es la felicidad, entendida como autorrealización racional y virtuosa. Por lo tanto, el bien supremo no es arbitrario, sino que está arraigado en la naturaleza misma del ser humano. La ética se convierte así en el estudio de cómo alcanzar este fin último, y la política, en el arte de organizar la vida en común para hacerlo posible.
Hobbes y Rousseau: Visiones Contrapuestas del Estado de Naturaleza y el Contrato Social
El concepto de estado de naturaleza ha sido fundamental en la filosofía política moderna, con interpretaciones radicalmente opuestas por parte de Thomas Hobbes y Jean-Jacques Rousseau.
Thomas Hobbes: La Guerra de Todos contra Todos
El texto, extraído del Leviatán de Hobbes, presenta una visión sombría de la condición humana fuera de la sociedad organizada. Para Hobbes, en ausencia de un poder que regule la convivencia, los seres humanos viven en un constante conflicto, donde cada individuo representa una amenaza para los demás. En este estado, no hay lugar para la agricultura, la industria, el arte ni la ciencia, ya que la seguridad y la cooperación son inexistentes. En sus célebres palabras, la vida del hombre es “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”.
Jean-Jacques Rousseau: El Buen Salvaje y la Corrupción Social
En contraste, Rousseau, en obras como el Discurso sobre el origen de la desigualdad, propone una idea mucho más optimista. Según él, el ser humano en su estado natural es inherentemente libre, bueno y vive en armonía con la naturaleza, sin odio ni deseos de dominación. Los males de la humanidad, para Rousseau, no provienen de su naturaleza intrínseca, sino del desarrollo de la sociedad, especialmente de la propiedad privada, que introduce la desigualdad, la competencia y la corrupción moral.
El Contrato Social: Obediencia vs. Liberación
Mientras que Hobbes concibe la sociedad como una necesidad imperante para evitar la autodestrucción humana —justificando así un poder absoluto (el Leviatán)—, Rousseau propone un contrato social basado en la voluntad general, cuyo propósito es preservar la libertad e igualdad originales del ser humano.
En síntesis, Hobbes y Rousseau ofrecen visiones diametralmente opuestas del ser humano y de la sociedad. Para Hobbes, la civilización es lo que rescata al hombre de su propia violencia; para Rousseau, es lo que lo corrompe. Ambos filósofos coinciden en la importancia del contrato social, pero lo interpretan de maneras muy distintas: como obediencia y sumisión al poder para Hobbes, y como liberación colectiva y expresión de la soberanía popular para Rousseau.
Epicuro: La Ataraxia y el Verdadero Placer
En un fragmento de su Carta a Meneceo, Epicuro desmiente una de las ideas más malinterpretadas de su filosofía. Cuando afirma que el placer es el fin de la vida, no se refiere a los placeres desenfrenados o los lujos de los disolutos (como fiestas, excesos sexuales o banquetes). Por el contrario, el verdadero placer, según Epicuro, consiste en la ausencia de dolor en el cuerpo (aponía) y la ausencia de turbación en el alma (ataraxia).
El ideal epicúreo no es la búsqueda del placer desmedido, sino un estado de equilibrio y serenidad, libre de sufrimiento físico y emocional.
La Jerarquía de Placeres en el Epicureísmo
Esta concepción está en perfecta armonía con la teoría general del epicureísmo. Epicuro enseña que el mayor bien es el placer, pero no cualquier tipo de placer. Distingue entre:
- Placeres naturales y necesarios: Aquellos que satisfacen necesidades básicas y eliminan el dolor (ej., alimentarse, dormir). Solo estos conducen a una vida feliz.
- Placeres naturales pero no necesarios: Aquellos que varían la satisfacción de una necesidad básica sin ser indispensables (ej., comer manjares caros).
- Placeres ni naturales ni necesarios: Aquellos que son vanos y solo generan perturbación (ej., el deseo de riqueza, fama o poder).
La verdadera felicidad, por tanto, no reside en el exceso, sino en una vida sencilla, guiada por la razón y el autoconocimiento. El sabio epicúreo aprende a elegir y rechazar placeres con criterio, buscando siempre aquellos que conducen a la tranquilidad interior (la ataraxia) y evitando los que provocan agitación. En este sentido, Epicuro también combate el miedo a la muerte y a los dioses, considerándolos temores que solo generan sufrimiento innecesario.
Conclusión sobre el Placer Epicúreo
En resumen, tanto en la Carta a Meneceo como en su filosofía general, Epicuro propone una ética del placer basada en la moderación, el equilibrio y la libertad interior. Su ideal no es el goce constante, sino una vida serena, libre de perturbaciones y guiada por la sabiduría.