La Ética de Aristóteles: Felicidad y Virtud
Para Aristóteles, la felicidad o eudaimonía es el fin último de la vida humana. No es un sentimiento pasajero ni un estado emocional, sino algo perfecto y suficiente en sí mismo, lo que significa que se elige por su propio valor y no como un medio para otra cosa. Aristóteles entiende la felicidad como una actividad del alma de acuerdo con la virtud perfecta; es decir, la felicidad no es “sentirse bien”, sino vivir plenamente como un ser humano desarrollando lo mejor de uno mismo.
Esa idea de actividad mental y ética se conecta con el concepto de virtud, que es la excelencia que nos permite actuar bien. Sin embargo, la virtud no nace de la naturaleza: solo se forma mediante hábitos. El ser humano repite actos buenos hasta que se convierten en una segunda naturaleza: eso es el hábito. Por eso Aristóteles dice que para alcanzar la felicidad necesitamos practicar la virtud constantemente, hasta que actuar bien sea algo estable y permanente.
Un elemento esencial de la virtud es el término medio, que no es un punto exacto para todos, sino un equilibrio adecuado “relativo a nosotros”. Entre dos extremos —el exceso y el defecto— la elección virtuosa es aquella que encuentra el punto justo que nos permite actuar bien en cada situación.
Para lograr ese equilibrio necesitamos la prudencia o phronesis, que para Aristóteles es la virtud por excelencia. Es la recta razón, la capacidad de decidir lo más conveniente en cada caso según la razón y no según la pasión. La prudencia coordina todas las demás virtudes y permite mantener un balance entre lo racional y lo emocional. El hombre prudente es la medida y el modelo de la buena vida.
En oposición a toda esta armonía está el concepto de hybris, que representa el exceso destructivo: la soberbia, la desmesura y la violencia. La hybris es un acto desmedido que nace de la ceguera de la cólera o de la soberbia, y su perversión está en el placer que experimenta quien humilla deliberadamente a otro. Es el ejemplo perfecto de lo contrario a una vida virtuosa.
La Ética de Kant: El Deber y la Buena Voluntad
Para Kant, lo único que puede considerarse bueno sin restricción es la buena voluntad. Su valor no depende de lo que logra ni de su utilidad, sino simplemente del querer moralmente correcto. La buena voluntad es buena en sí misma.
El concepto central en Kant es el deber. Para que una acción sea moral no basta con que sea correcta; debe realizarse por deber. Es decir, lo moralmente valioso ocurre cuando una persona actúa porque reconoce una obligación racional y la cumple por respeto a la ley moral. Ese es el caso del comerciante que cobra un precio justo no para atraer clientes ni por simpatía, sino únicamente porque es su deber hacerlo.
Aquí aparece la distinción crucial entre actuar por deber y actuar conforme al deber. Una acción “conforme al deber” es exteriormente correcta, pero motivada por inclinaciones, sentimientos o beneficios, por lo que no tiene valor moral. Actuar “por deber”, en cambio, significa que la motivación es puramente racional.
Los imperativos orientan la acción moral. El imperativo hipotético es un mandato condicionado: “si quieres X, debes hacer Y”. Este tipo de mandatos es heterónomo, práctico y orientado a la utilidad. En cambio, el imperativo categórico es un mandato absoluto, universal y necesario; no depende de deseos ni fines particulares. Es la expresión de la moralidad pura.
La primera formulación del imperativo categórico es la universalización: la máxima de la acción debe poder convertirse en una ley universal sin contradicción. Para saber si una acción es moral, uno debe preguntarse si podría querer que todos actuaran del mismo modo.
A esto se suma la importancia de la autonomía, que es la capacidad del individuo para determinar por sí mismo qué es correcto usando solo la razón, sin dejarse guiar por deseos o inclinaciones. La autonomía implica pureza de intención.
Lo que no define la moralidad, según Kant, son los resultados o consecuencias. El valor moral no aumenta ni disminuye por lo que ocurra después de actuar. La utilidad, la esterilidad o los frutos no cambian el hecho de que la moralidad depende exclusivamente de la intención y del deber. Por eso Kant afirma que no hay nada absolutamente bueno excepto la buena voluntad.
Utilitarismo (Bentham y Mill): El Mayor Bienestar
El utilitarismo se basa en el principio de utilidad, que determina que una acción es correcta si tiende a aumentar la felicidad o bienestar del grupo involucrado, y es incorrecta si genera daño o sufrimiento. Esto se resume en la fórmula clásica: “el mayor bienestar para el mayor número”.
La utilidad busca maximizar el bienestar y minimizar el sufrimiento. Incluso existe un enfoque llamado “utilitarismo negativo” que se centra especialmente en reducir el dolor como prioridad moral.
Para decidir qué acción produce más bienestar, Bentham propone el cálculo de utilidad, una especie de evaluación cuantitativa donde se suman y restan placeres y dolores teniendo en cuenta criterios como:
- Intensidad
- Duración
- Certeza
- Fecundidad (si produce más placer después)
- Pureza (si evita dolor)
- Extensión (a cuánta gente afecta)
Estos criterios permiten comparar cursos de acción y elegir el más beneficioso para la mayoría.
Bentham fundamenta todo en el hedonismo, la idea de que el placer es el bien y el dolor es el mal. Para él, la felicidad consiste en el placer y la ausencia de dolor.
Mill coincide, pero introduce la distinción entre placeres superiores y placeres inferiores. Los placeres superiores tienen que ver con el intelecto, la imaginación y los sentimientos. Mill sostiene que es preferible una vida con placeres más altos aunque generen insatisfacción, a una vida llena de placeres inferiores pero vacía de profundidad. Por eso dice que “es mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho”.
El utilitarismo siempre apunta al bienestar colectivo, no al bien individual necesariamente. Un acto es bueno cuando aumenta el total de felicidad del conjunto.
Charles Taylor: Reconocimiento, Identidad y Falso Reconocimiento
Para Taylor, la identidad es la respuesta a la pregunta “¿quién soy?”. No es algo fijo ni aislado, sino que se construye a partir de nuestras múltiples pertenencias: culturales, sociales, familiares, lingüísticas, etc. Esta identidad se desarrolla también en relación con las imágenes que los otros proyectan sobre nosotros.
Aquí entra el concepto de reconocimiento, que se refiere a la manera en que otros nos ven y cómo esa visión influye en nuestra identidad. El reconocimiento es constitutivo: necesitamos que el otro nos reconozca justamente para poder afirmarnos como quienes somos.
El problema surge cuando aparece el falso reconocimiento, que consiste en recibir una representación humillante, injusta o basada en prejuicios. Esta forma de ver al otro impone una imagen negativa que no se basa en su desempeño sino en estereotipos culturales. El falso reconocimiento produce daño a la identidad, afectando la autoestima y la percepción de uno mismo.
El reconocimiento positivo, en cambio, ocurre cuando se recibe una imagen justa, verdadera y que permite afirmar dignamente la identidad.
El Debate sobre el Bienestar Animal
El debate sobre el bienestar animal parte del concepto de especismo, entendido como una forma de discriminación que privilegia a los seres humanos sobre otras especies, justificando un trato desigual hacia los animales no humanos. Peter Singer compara esta discriminación con el racismo o el sexismo, porque también se basa en diferencias irrelevantes moralmente.
La postura ética del sensocentrismo afirma que lo que importa es la capacidad de sentir placer o dolor. Por eso la pregunta clave no es si los animales pueden razonar o comunicarse como los humanos, sino ¿pueden sufrir?. Bentham formula esta idea afirmando que, si los animales sienten dolor, hay un deber moral de evitar infligírselo.
Aquí aparece el problema de la doble moral: los humanos solemos tratar muy bien a los animales de compañía, pero justificamos prácticas dañinas hacia animales de consumo. Esta contradicción se explica por un entumecimiento psíquico: sentimos más empatía por individuos concretos y cercanos (como nuestras mascotas) que por animales anónimos en la industria alimentaria.
Para Singer, los animales tienen intereses, especialmente el interés en evitar el sufrimiento, y ese interés debe recibir la igual consideración que el interés humano. Bentham permite el uso de animales para consumo, pero solo si no se les provoca sufrimiento innecesario.
