Aspectos Clave del Pensamiento de San Agustín

Conocimiento

En su teoría del conocimiento (en general en toda su filosofía) hay elementos cristianos y neoplatónicos. Al contrario de otros autores cristianos, en especial los de la Escolástica, Agustín no hace problema de las relaciones entre razón y fe, sino que estas se complementan.

Agustín se mostró como alguien que incansablemente busca la Verdad, en cuya contemplación se halla la felicidad humana. Esta verdad (las verdades eternas e inmutables) existe (polémica contra el escepticismo) y la encontramos en nuestro interior, la descubrimos mediante la introspección. Pero tal verdad no puede tener su origen ni en la realidad sensible ni en el alma, pues es superior a ambas, sino en Dios, quien la ha puesto en nuestra alma. Para que podamos conocerla se hace necesaria la acción de Dios (teoría de la iluminación), quien obra como un sol que ilumina nuestras mentes.

Hay, pues, un conocimiento superior, la sabiduría, que tiene por objeto la verdad eterna y uno inferior, el conocimiento sensible. En medio, la ciencia, el conocimiento racional mediante el que referimos las Ideas eternas a la realidad sensible.

Dios y la creación del mundo

La ontología cristiana trajo consigo importantísimas novedades. La realidad se halla dividida en dos órdenes que no admiten comparación: Dios y el mundo creado por Él. Dios es único (y trino), omnipotente y providente (se ocupa del mundo e interviene en la historia).

El mundo ha sido creado por Él desde la nada. Agustín entiende la creación como un acto voluntario y un acto de amor. En su explicación, junto a lo cristiano, hay muchos elementos de Platón. La creación es simultánea y sucesiva: las Ideas están en la mente de Dios como arquetipos de todas las cosas posibles y en la materia, también creada desde la nada, depositó los gérmenes de todo lo que ha existido, existe o existirá.

No encontramos en Agustín un esfuerzo por demostrar racionalmente que existe Dios: el hombre descubre a Dios en su interior como una inquietud, como el único amor capaz de saciar su ansia de felicidad. Pero como la presencia en nuestra alma de verdades trascendentes solo se puede explicar desde su origen en Dios, podemos considerarla una prueba de su existencia.

Aunque dedica múltiples escritos a reflexionar sobre la naturaleza de Dios, se comporta generalmente como un teólogo, partiendo de lo que acepta mediante la fe, como que sea uno y trino. Desde el punto de vista racional lo que podemos saber es por una vía negativa (sabemos lo que no es): no es cambiante, ni compuesto, ni imperfecto…

El ser humano

Como el resto de su filosofía, su concepción del hombre se encuentra fuertemente teñida de platonismo, del que adopta su dualismo y la primacía del alma sobre el cuerpo: “el hombre es un alma racional que se sirve de un cuerpo mortal y terreno”. En el alma distingue entre la razón inferior y la razón superior.

El hombre fue creado a imagen de Dios. Su alma espiritual es simple e inmortal, pues al no tener partes no se puede corromper ni descomponer. Distingue en ella tres potencias principales, la memoria, la inteligencia y la voluntad, en las que ve Agustín la imagen de la Trinidad.

Ve al hombre desde el prisma del pecado original, a consecuencia del cual nuestra naturaleza ha quedado incompleta. “En Adán ha pecado toda la humanidad” y el hombre es, así, un ser empecatado, con un fuerte tirón hacia el mal: el género humano es una “masa condenada” y únicamente por la misericordia y la gracia divina puede librarse de la condenación.

Este pesimismo antropológico tiene importantes consecuencias, además de en su ética y en su filosofía de la historia, en la cuestión del origen del alma. Sobre este punto, su posición osciló entre la afirmación de que Dios crea cada alma individual con ocasión de la concepción de un nuevo ser humano (lo que explica mal cómo se transmite el pecado original) y la de que las almas de los hijos provienen de las de los padres (traducianismo), doctrina que explicaría con dificultad la simplicidad y espiritualidad del alma.

Agustín, por fin, señala la primacía de la voluntad y del amor sobre el conocimiento, pues es el amor quien nos mueve. Y puesto que Dios nos ha creado libres, ese amor podemos dirigirlo a Dios, el único que puede saciar nuestra ansia de felicidad, o apartarnos de Él dirigiéndolo a bienes mudables y materiales.

La ética: el problema del mal y la libertad

La ética de los filósofos griegos fue intelectualista, pues en lo fundamental relaciona la vida virtuosa con el saber y la educación, de modo que cuando conocemos qué es el bien, no podemos sino elegirlo. En cambio, la ética cristiana, en especial la de San Agustín, afirma que aunque sepamos qué es el bien y qué el mal, es la voluntad libre (el libre albedrío) quien elige uno u otro.

Esto plantea el problema del mal y el sentido de la libertad. La voluntad humana, según San Agustín, tiende necesariamente a la felicidad. La satisfacción de esa necesidad solo la puede encontrar en el amor a Dios, que es el Bien inmutable, actuando de acuerdo con la ley divina. Ese alejamiento es resultado de una elección libre, de modo que cuando el hombre obra mal y se aparta de Dios, verdadero objeto de su felicidad, comete un pecado del que él mismo es responsable y por el que habrá de responder ante la justicia divina.

Además, el hombre tiene su naturaleza viciada por el pecado original, que le inclina hacia el mal, de manera que por sus propias fuerzas no puede realizar el bien y alcanzar la salvación. La gracia es un don que Dios concede al hombre sin ningún mérito de su parte, gratuitamente. Sin embargo, la acción de la gracia no suprime la libertad del hombre.

¿Por qué Dios nos ha creado libres si con ello podemos obrar mal y condenarnos? Según San Agustín, Dios no quiere el mal; no nos hace libres para que podamos elegirlo y pecar, sino para que podamos elegir vivir rectamente y amar a Dios. Solo si proceden de la voluntad libre del hombre las acciones buenas pueden ser dignas de alabanza y premiadas por la justicia divina y las malas castigadas.

El maniqueísmo sostenía que el mundo está gobernado por dos principios antagónicos y eternos que luchan entre sí: el Bien (el reino de la luz) y el Mal (el reino de las tinieblas). De este modo, el mal tendría un carácter positivo y es difícilmente compatible con la existencia de un Bien supremo, Dios. Dios solo comunica a las criaturas el ser y la bondad.

Tenemos, por fin, que diferenciar entre el mal físico y el mal moral. Una enfermedad, por ejemplo, es un mal, pero es un mal físico. Con el mal físico que padecemos la justicia divina castiga el pecado del hombre. Pero el verdadero mal es el mal moral, que consiste en la acción del hombre contraria a la ley de Dios, en el pecado, que el hombre realiza libremente.

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