Los Sofistas
La escritura modificó sustancialmente las técnicas cognoscitivas y el procesamiento de la información. El modo de comunicación oral resulta muy inestable, pues se da en el tiempo, se desvanece tan pronto como se produce y depende esencialmente del contexto y del momento. Por el contrario, el modo escrito se torna duradero y se distancia del contexto de su producción, lo que favorece el análisis, la separación, yuxtaposición y comparación de unos textos con otros. Los sistemas de escritura de Mesopotamia, Egipto y China utilizaban signos para palabras completas, con lo que aprender la escritura del idioma natural entrañaba memorizar miles de signos. La complejidad de esta escritura la reservaba a un grupo selecto, de modo que los escribas constituían la clase alta de servidores del Estado, con fuertes intereses en el mantenimiento del sistema.
Sin embargo, con el tiempo, el lenguaje escrito de los griegos se volvió fácil de aprender. Por tanto, cualquier ciudadano podía acceder al saber acumulado y poner por escrito sus dudas escépticas e ideas innovadoras. Esto se combinaba con condiciones sociales y políticas muy peculiares de las ciudades (polis); frente a los vastos imperios fluviales, las pequeñas ciudades griegas poseían una mayor distribución del poder político. En las asambleas se ejercitaba, pues, una actividad polémica, sin una autoridad ajena a los litigantes. Esto indujo el desarrollo de técnicas de debate, refutación y persuasión, diseñadas desde el siglo V a.C. por un cuerpo de profesionales liberales llamados sofistas, que vendían sus servicios no al Estado, sino a clientes particulares.
Los sofistas escriben el primer capítulo de la reflexión filosófica sobre el derecho, enarbolando las primeras ideas acerca del derecho natural. En esa época, Atenas contaba ya con una política democrática en la que, sin embargo, no podían participar en la toma de decisiones ni las mujeres, ni los esclavos, ni los extranjeros, ni los menores de edad. Este régimen político alcanzó su máxima expresión bajo el liderazgo de Pericles, quien llevó a Atenas a niveles nunca antes alcanzados de expansión económica, cultural e ideológica. Por ello, este siglo V es conocido como la «Ilustración griega». Estas transformaciones trajeron consigo una profunda y radical crisis de los fundamentos de la vida. Dichos cambios implicaron momentos de falta de serenidad anímica, pues las ideas religiosas se vieron socavadas por grandes ideas culturales e ideológicas, todo lo cual tendría una decisiva importancia en la aparición del derecho natural.
En la segunda mitad del siglo V a.C., el régimen democrático no terminaba de funcionar; los atenienses que tenían voz y voto lo veían como algo nuevo cuyo manejo no dominaban por completo. Esta demanda por parte de los atenienses para aprender la destreza política sería atendida por los sofistas, quienes pretendían enseñar a los atenienses a comportarse y a hablar correctamente en la vida política. Los sofistas eran maestros de la retórica, pero también auténticos pensadores o filósofos que se planteaban problemas fundamentales, como la crisis de los atenienses. En la búsqueda de soluciones a estos problemas nacería la idea del derecho natural, concepto compuesto por dos términos que deben ser distinguidos:
- El Nomos: que puede ser tanto la norma jurídica como la moral o la científica. Cada ciudad-estado de Grecia tenía su propio conjunto de nomos, necesario para regular la vida íntegra de los ciudadanos.
- La Physis: significa naturaleza, pero no en el aspecto actual de la física como ciencia moderna, sino como un ente vivo que dependía en última instancia de los dioses.
La crisis afectó al nomos, que dejó de cumplir la importante función de guiar la conducta y la vida de los atenienses en los aspectos fundamentales: moral y religioso. Los sofistas se encargaron de hacer ver a los atenienses la existencia de la crisis y, por este camino, descubrirían el derecho natural, ya que no se podía vivir sin nomos por mucho tiempo. No obstante, los sofistas no resolverían el problema, sino que generarían otros más. Trataron de buscar un fundamento firme para la vida moral del ateniense y, puesto que el nomos ya no servía, se le pretendió sustituir por la physis, pues se creía que era algo firme y sólido que se encontraba en todas partes. Algunos sofistas, no obstante, creían que el nomos aún servía y podía repararse, como Protágoras, a quien se le atribuye la célebre tesis de que «el hombre es la medida de todas las cosas: de las que son, en cuanto son, y de las que no son, en cuanto no lo son».
Esta tesis tiene varias interpretaciones. Una de ellas es que cada uno de los seres humanos tiene una concepción de cómo son las cosas; es decir, las cosas son como cada hombre cree que son (subjetividad epistemológica, o subjetividad en el conocimiento). La segunda interpretación es que para un grupo de hombres las cosas pueden ser de una manera y para otros, de otra. Con todo, el camino correcto parecía ser escapar del relativismo individual y acudir al colectivismo, entendiendo por «hombre» no a cada hombre individualmente, sino a agrupaciones de ellos.
Se atribuye a Protágoras la idea de que el criterio de lo bueno y lo malo dependería de lo que una determinada comunidad entendiera por bueno y malo. Y es bueno o justo aquello que la mayoría de la comunidad dice que es bueno y justo; sin embargo, no hay solidez en lo que diga la colectividad, ya que hoy puede decir una cosa y mañana otra distinta. Platón, en sus diálogos, pone en boca de Protágoras un determinado mito para subsanar la idea de solidez y el relativismo de las asambleas. Zeus, apiadado de lo mal que se llevaban los humanos, les transmitió, a través de su mensajero Hermes, dos dones muy valiosos: el sentido del respeto y el de la justicia. Ello implicaba, entonces, que si la verdad estaba en las asambleas y todos los humanos integrantes de la misma poseían el sentido del respeto y de la justicia, el resultado de las decisiones no sería arbitrario. El segundo autor que todavía confiaba en las posibilidades del nomos es llamado Anónimo de Jámblico. Para este, los seres humanos necesitaban vivir en sociedad y, a su vez, necesitaban que esta sociedad estuviera organizada o regida por un nomos. Por ello, la physis necesitaba del nomos para desarrollarse.
Hay un segundo grupo de sofistas que pensaban que el nomos debía desecharse definitivamente y se apoyaban en la physis para saber qué hacer. Dentro de este grupo se podían distinguir, a su vez, dos subgrupos con opiniones opuestas. Primero, el subgrupo de sofistas igualitaristas, para quienes la physis imponía la igualdad radical entre los seres humanos. Destaca Hipias de Elis, para quien la tesis de Protágoras no era convincente, ya que no era fiable. Defendía acudir a la physis como fuente capaz de establecer, de forma inmutable y universal, lo que había que hacer. La ley de la physis determinaba que todos los seres humanos eran iguales, que existía una natural igualdad entre todos ellos, atacando de esta manera instituciones como la esclavitud, la aristocracia, etc. Otro igualitarista era Antifonte, que expresaba su enemistad al nomos y consideraba evidente que lo que imponía el nomos era contrario a la physis; denominaba al nomos «cadena de la naturaleza». Un tercer autor era Licofrón, que discutía la tesis de Protágoras. Decía que el nomos era producto de un pacto, si bien este no garantizaba la existencia de ciudadanos buenos y justos. La forma de manifestar la igualdad era atacando las ideas de la aristocracia. Por su parte, Alcidamas decía que el nomos era el enemigo del hombre y que nadie era peor que otro.
El segundo subgrupo era el de los sofistas no igualitaristas. Para estos autores, la physis determinaba una natural desigualdad entre los seres humanos, por lo que también debían ser desiguales las relaciones establecidas entre ellos. Propugnaban que las relaciones entre los hombres se articularan de manera que los superiores dominaran a los inferiores; es decir, que los más ricos, inteligentes y bellos debían regir a los más pobres, tontos y feos. De ahí venía la teoría del Derecho del más fuerte. En este grupo destacaba Gorgias, que sostenía que era ley natural, no que el débil cohibiera al fuerte, sino que este rigiera y condujera a aquel. Trasímaco, por su parte, decía que lo justo no era necesariamente algo bueno, sino que era lo que interesaba a quienes ostentaban el poder, de manera que lo justo era un disfraz en interés del más fuerte. Calicles no era propiamente un sofista y solo nos llega a través de los Diálogos de Platón. Formuló la tesis de la ley del más fuerte, para la cual era normal por naturaleza que el más fuerte gobernara a los más débiles. Finalmente, Tucídides, quien tampoco era un sofista, sino un historiador militar, era partidario también de la tesis del Derecho del más fuerte. En definitiva, vemos que para algunos sofistas los hombres eran iguales por naturaleza y para otros eran desiguales. Con esta discusión apareció en el siglo V antes de Cristo, perfectamente configurada, la idea del Derecho natural.
Sócrates
Sócrates era ateniense y nació en el año 469-470 a.C. Pertenecía a la generación de los sofistas, por lo que también se vio afectado por el mismo problema filosófico-jurídico fundamental de la época: la dicotomía entre el nomos y la physis. Era partidario del nomos y, en contestación a Hipias de Elis (quien reivindicaba el iusnaturalismo), decía que la solución a la crisis ideológica del momento no estaba en leyes no escritas provenientes de la divinidad, iguales en todas partes y para todos los hombres, sino que lo conforme al nomos era lo justo y, así, el que obedecía las leyes de la ciudad (justicia ateniense) actuaba justamente y quien no lo hacía, actuaba injustamente. Estas palabras, transmitidas por Jenofonte, muestran, por tanto, que la postura de Sócrates era contraria a la de los sofistas, pues este se empeñaba en seguir los mandatos del nomos, en lugar de apelar a la physis como norma rectora de la conducta humana.
En la terminología actual podríamos decir que Sócrates era un positivista legalista, porque equiparaba lo justo a lo que decía la ley. Con este pensamiento se sumaba a la idea de los atenienses más tradicionales de su época, que concebían el nomos como fuente rectora fundamental de la vida. De ahí la paradoja que encerraba el hecho de haber sido condenado a muerte por subversivo; y es que un personaje como él, que lo ponía todo en duda y decía «solo sé que no sé nada», mantuvo, sin embargo, una fe ciega en el nomos, una creencia plena y absoluta que rozaba los límites de la devoción.
El argumento de fondo para aceptar su condena a muerte radicaba en que no quería ser ingrato con el nomos de Atenas. No se pronunciaba acerca de la justicia o injusticia de la resolución, porque para él este era un problema secundario. Lo importante era que la sentencia había sido dictada conforme al nomos y, por ello, debía ser acatada.
Platón
Nació en Atenas en el año 428 o 427 a.C. y murió en el año 347 a.C. Pertenecía a la generación posterior a su maestro Sócrates, contemporáneo de los sofistas, los cuales habían transmitido su saber en el seno de una profunda crisis. Esta crisis que los sofistas creyeron haber resuelto, se agudizó en la generación posterior. Los sofistas apelaban a la physis porque el nomos había dejado de funcionar, pero al no haber mantenido una postura unívoca al respecto, la crisis se había incrementado.
Platón era consciente de que Sócrates había sido confundido con un sofista, lo cual no dejaba de ser paradójico, ya que su ideología era la contraria. Pero Sócrates tampoco había dejado una solución al problema y de ahí partió Platón para elaborar su filosofía. Platón quería continuar la obra de su maestro, planteando la necesidad de alcanzar la episteme; es decir, el conocimiento verdadero que no toleraba refutación y que nadie podía destruir. A este saber definitivo se oponía la doxa; es decir, la mera opinión. Platón, entonces, necesitaba demostrar si existía esta verdad absoluta o, por el contrario, había que conformarse con la opinión. De su solución dependía todo, pues sin episteme tendría razón Protágoras, según el cual «el hombre es la medida de todas las cosas», y como cada hombre veía las cosas a su manera, no podía alcanzarse un saber de forma absoluta.
Platón entendía que sí existía un conocimiento absoluto, cierto y objetivo que recaía sobre determinados objetos llamados Ideas. De acuerdo con esta teoría, había dos mundos: el sensible, que es en el que nos movemos, y el inteligible o suprasensible. Para Platón, este mundo en el que vivimos era secundario porque los objetos cambiaban, y el verdaderamente importante era el mundo inteligible, donde vivían las Ideas y al que no podíamos acceder mediante los sentidos, pero sí con el logos; es decir, mediante la razón (el logos se traduce como «lo que habla el hombre», y en esa época se dieron cuenta de la estrecha relación que existía entre el pensamiento y el lenguaje, por eso los hombres podían hablar y los animales no).
Para Platón, cualquiera no podía acceder al mundo de las Ideas, pues era necesario un período de entrenamiento largo y trabajoso. El acceso, por tanto, estaba reservado a unos pocos, capaces de superar ciertas pruebas físicas y mentales.
En el libro de «La República», Platón da entrada a personajes como Sócrates y otros contertulios que se plantean la idea de Justicia. Así, para Sócrates, la Justicia era la adhesión al nomos de Atenas; el personaje de Trasímaco le replicaba diciendo que lo justo no era sino el interés del más fuerte. Otros personajes daban sus opiniones sin llegar a un consenso. En vista de este fracaso, el personaje de Sócrates proponía una nueva vía para llegar a la idea de Justicia, que consistía en la comparación entre la «polis» (es decir, la ciudad) por una parte, y el ciudadano por otra. La idea de Sócrates partía de la siguiente hipótesis: el individuo tenía los mismos componentes psicofísicos de la «polis»; es decir, las tres partes que integraban la ciudad. La relación ideal entre individuo y «polis» era la Justicia, pues cuando aquel estaba correctamente estructurado, era justo y en él reinaba la virtud.
Por partes de la ciudad, se entendían las categorías de ciudadanos que la integraban:
- La primera categoría era la de los gobernantes. Solo podían gobernar los que habían accedido al mundo de las Ideas; es decir, los sabios. Estos reyes filosóficos tenían una virtud propia y exclusiva, que era la «Sophía» (la sabiduría).
- La segunda categoría era la de los guerreros o guardianes, que tenían la función de defender la ciudad. Platón les otorgaba la virtud específica de la «andreia» (la fortaleza). Pero su misión no era solo bélica y física, pues abarcaba también el plano psíquico y moral. Entre otras virtudes, disponían de la magnanimidad.
- La tercera categoría era la de los artesanos, encargados de mantener a la «polis». Producían los bienes de consumo que circulaban por la ciudad. No tenían atribuida una virtud específica, pero gozaban de un denominador común: la templanza.
Existía una relación de permeabilidad entre las dos categorías superiores; es decir, los candidatos a la primera eran reclutados de la segunda. Los ciudadanos instruidos que superaran el entrenamiento serían los gobernantes. En cambio, los integrantes de la tercera categoría no podrían nunca acceder a las superiores.
Como vemos, la Justicia no aparecía en esta estructura. Platón no se había olvidado de ella; sencillamente, se trataba de una virtud superior no específica de ninguna categoría. Era una virtud total que comprendía a todas las demás, la que determinaba la armonía entre las tres categorías. Una ciudad sería justa siempre que las categorías se ajustaran a las funciones asignadas. La Justicia era, por tanto, un regulador esencial que tendía a armonizar la vida, garante de la división del trabajo (cada colectivo tenía un trabajo específico).
La definición posterior de Aristóteles, «hacer cada uno lo suyo», sería la idea clave; con una desviación en el cumplimiento de los deberes se generaría injusticia. Así pues, un individuo justo sería el que actuara de acuerdo con las previsiones o funciones propias de cada parte, haciendo una trasposición con las partes de la ciudad. Por tanto, el individuo tenía también tres partes: una parte racional propia de los gobernantes (es decir, en el interior de los individuos también la había), una parte impulsiva o pasional propia de los guerreros o guardianes, y una parte apetitiva.
La parte racional debería gobernar a las otras, ya que «justo» era aquel individuo que no se dejaba dominar por sus pasiones ni por sus apetencias. Sin la Justicia, las otras virtudes no podrían funcionar porque la Justicia era la causa y el efecto de la relación perfectamente armónica en el ejercicio de las funciones que competían a cada una de las categorías de los ciudadanos.
En resumen, la Justicia era la causa y el efecto de la perfecta división del trabajo, tanto en el individuo como en la «polis».
Así descrita, la ciudad era un concepto imaginario, una utopía. En esta definición de ciudad utópica no se concebía lo que hoy conocemos como derecho positivo, porque no cabían las controversias. La sabiduría de los gobernantes se ocuparía de prever los problemas y ponerles solución anticipada. Como consecuencia de ello, el nomos no tendría función alguna en un Estado justo, pues no había lugar para el Derecho positivo en la ciudad platónica. Sin embargo, la visión de Platón cambió con el tiempo, pues si al principio ignoró la importancia del nomos, en la madurez parecía rememorar esta lección fundamental y suprema del que fue su maestro. Su obra «Leyes» (Nomoi) parecía ser un homenaje a Sócrates por el ofrecimiento de su vida al nomos.
Aristóteles
Aristóteles nació en el año 384 y murió en el 322 a.C. Su filosofía jurídica partía de la idea de que la finalidad del hombre era la felicidad, lo que solo podía conseguir mediante una constante búsqueda de la verdad. Para alcanzar la felicidad era necesario reunir una condición externa, consistente en la contemplación de la verdad, lo que requería gozar de ocio (no estar ocupados por otros trabajos) y necesitaba también de una sumisión interna, que consistía en el ejercicio repetido de una conducta para alcanzar la contemplación de la verdad.
A través de estos hábitos las personas adquirían determinadas virtudes, que Aristóteles clasificaba en dos clases:
- Virtudes individuales o dianoéticas: Consistían en ejercitar el intelecto en determinados terrenos de una manera tal que se formara el hábito y surgiera la virtud.
- Virtudes éticas o morales: Cuyo campo de aplicación era la voluntad, pero sin dejar de estar relacionadas con la razón.
Entre todas había que destacar la Justicia, virtud social por excelencia a la que Aristóteles dedicó el libro quinto de la Ética a Nicómaco. En este libro, Aristóteles diseñó el concepto de Justicia, dotándolo de las siguientes notas definitorias:
- Alteridad (ser en el otro): Era una virtud que no solo beneficiaba a quien la ejercitaba, sino también a otras personas. Cuando decimos que la Justicia es la virtud social por excelencia, hacemos alusión a esta nota de alteridad.
- Igualdad: Siempre que se hacía un acto de Justicia, la igualdad podía ejercerse de dos formas diferentes que, a su vez, daban lugar a dos formas de Justicia:
- Justicia distributiva: Era aquella que trataba de dar a cada uno lo suyo. Paradójicamente, podía producir un trato desigual, pues también era igualdad tratar de manera distinta a algo diferente (tratar por igual a los iguales y desigual a los desiguales). Este tipo de Justicia presuponía la actividad de distribuir, teniendo en cuenta lo que cada uno merecía, por lo que se podían producir resultados diferentes. La Justicia distributiva tenía una estructura vertical, en el sentido de que el repartidor se colocaba en un plano distinto y no entraba en el reparto.
- Justicia correctiva o sinalagmática: Donde todos los intervinientes se situaban en el mismo plano, ya que no existía propiamente un reparto, sino un intercambio de cosas por su valor pecuniario o de un servicio por otro. Tenía una estructura horizontal, ya que no había repartidor. Para que el intercambio fuera justo debía haber una correspondencia exacta entre las contraprestaciones. En este punto, Aristóteles establecía dos subtipos que no enunciaba explícitamente, pero sí los describía.
- Justicia conmutativa: que era aquella que informaba una relación voluntaria entre dos personas.
- Justicia judicial: donde dos personas entraban involuntariamente en una relación regida por la Administración de Justicia. Aquí era el Juez el que normalmente se encargaba de dicha administración, sin que debiera confundirse con el repartidor.
Además de las citadas, otra modalidad de la Justicia era la de la epieikeia. Se trataba de una forma de Justicia asociada al defecto que tenían las normas por ser genéricas y abstractas. En este sentido, toda norma era parcialmente injusta porque se veía obligada a abarcar situaciones generales. Para corregir este desajuste y flexibilizar la norma, ajustándola a las peculiaridades concretas del caso, se empleaba la epieikeia. No era exactamente sinónimo de equidad, que era una forma abstracta de Justicia, sino una forma concreta de hacer Justicia. En la Ética a Nicómaco, Aristóteles distinguía lo justo por naturaleza y lo justo por las leyes humanas, aunque sin extraer de tal conclusión la actitud sofista de hostilidad al nomos.
Según Aristóteles, lo justo por naturaleza era aquello que en todas partes tenía la misma fuerza y no dependía de las diferentes opiniones. Era expresión de una Justicia objetiva y sustraída a las diferentes soluciones que podían extraerse según las circunstancias (Derecho natural). Lo justo por ley, en cambio, era aquello que resultaba ser justo porque se establecía como tal en leyes humanas, siendo, por tanto, una Justicia circunstancial. En su libro Magna Moralia, Aristóteles decía que lo justo por naturaleza era mejor que lo justo por ley, pero no que lo derogara.
Para contextualizar el pensamiento aristotélico tardío sobre la Justicia, el nomos y la physis, debemos retomar su concepto sobre la antropología. Para Aristóteles, el ser humano se definía como ser racional, dotado de logos. Pero además de ser racional, el hombre tenía otra singularidad: era un ser político, calificativo referente a que vivía en la «polis» y solo podía vivir en ella para su desarrollo humano.
El problema que veía Aristóteles era que la inmensa mayoría de los individuos no se conducían por la razón, sino que se dejaban llevar por las pasiones. Una de las funciones esenciales de la «polis» era la de conducir hacia una vía racional de conducta. Esta realidad hacía que Aristóteles atribuyera al nomos una facultad que los teóricos del Derecho designarían después como la coercitividad del Derecho. El miedo a la sanción hacía que los hombres se comportaran como debían; la fuerza coactiva del nomos basaba su legitimidad en la «polis», que era la que ayudaba a que los hombres se acercaran a una vida racional.
Y en cuanto a la política, todas las formas de gobierno eran imperfectas, pero se podían subsanar con leyes soberanas. Por tanto, lo esencial estaba ya regulado por la ley, y en los puntos oscuros los gobernantes debían aplicar esa ley con epieikeia. Se podía apreciar una operación similar que Platón llevó a cabo al final de su vida, pues la admiración por el nomos que este experimentó también sobrevino en los últimos años de vida a Aristóteles.