¿Qué es la duda metódica?
El pasado encierra una enseñanza: la de que debemos cuidarnos de no caer en el error, la de que debemos también ser críticos respecto de nosotros mismos, y no solo del pasado. De este modo, el radicalismo cartesiano se manifiesta ante todo como preocupación por evitar el error. Mas ello no lo lleva a la construcción de una mera teoría del error, sino a algo mucho más fundamental: la duda metódica.
La duda metódica no significa dudar simplemente; se trata de hacer de la duda un método, convertir la duda en el método. Para evitar los errores o, en términos más generales, las incertidumbres en que hasta ahora se ha incurrido, el radicalismo quiere alcanzar un saber absolutamente cierto, cuya verdad sea tan firme que esté más allá de toda posible duda. Solo se dará por válido lo que sea absolutamente cierto y no se aceptará lo dudoso, lo sospechoso de error.
Características de la duda cartesiana
El método cartesiano consiste entonces, inicialmente, en emplear la duda para ver si hay algo capaz de resistirla —aun a la duda más exagerada— y que sea entonces absolutamente cierto. La duda es, pues, metódica, es decir, que se la emplea como instrumento o camino para llegar a la verdad, y no para quedarse en ella, a la manera de los escépticos. Presenta, además, otros dos caracteres:
- Es universal, porque habrá de aplicarse a todo sin excepción, porque nada deberá excluirse de ella, hasta no llegar al caso en que resulte imposible la duda.
- Es hiperbólica, si así puede decirse, porque será llevada hasta su último extremo, hasta su última exageración, forzada al máximo posible.
La crítica al saber sensible
Acerca del conocimiento sensible, Descartes apunta dos argumentos para probar que debe ser puesto en duda: el primero se funda en las ilusiones de los sentidos; el segundo, en los sueños.
H3: El argumento de las ilusiones de los sentidos
Los sentidos a veces yerran, y es propio de la prudencia no confiar jamás demasiado en aquellos que nos engañaron alguna vez. Por lo tanto, las “cosas sensibles” resultan dudosas, no podemos saber si los sentidos no nos engañan en todos los casos; por lo menos no es seguro que no nos engañen y, en consecuencia, según el plan que el método ha impuesto de dar por falso todo lo dudoso, se deberá desechar el saber que los sentidos proporcionan.
H3: El argumento de los sueños
Sin embargo, hay muchas cosas de las que no puede razonablemente dudarse, como de que estoy aquí, en esta habitación, teniendo este papel en la mano, y otras cosas por el estilo. Pero sucede que alguna vez, en mis sueños, me he imaginado estar como ahora despierto y escribiendo cuando en realidad estaba dormido y acostado. En efecto, no tenemos ningún indicio cierto que nos permita establecer cuándo estamos despiertos y cuándo dormidos: no hay posibilidad alguna de distinguir con absoluta seguridad el sueño de la vigilia.
De estos dos argumentos resulta entonces que todo conocimiento sensible es dudoso.
La crítica al conocimiento racional
Con respecto al conocimiento racional, Descartes enuncia también dos argumentos:
H3: El argumento del error en el razonamiento
Puesto que hay hombres que yerran al razonar y cometen paralogismos, es decir, razonamientos incorrectos, juzgué que yo estaba tan expuesto al error como cualquier otro y rechacé por falsas todas las razones que anteriormente había tenido como demostrativas. En la matemática, la más “racional” de las ciencias, al parecer, hay sin embargo la posibilidad de equivocarse; aun respecto de una operación relativamente sencilla, como una suma, cabe la posibilidad de error. Por lo tanto, cabe también la posibilidad, por más remota que esta sea, de que todos los argumentos racionales sean falaces, de que todo conocimiento racional sea falso.
H3: El argumento del Genio Maligno
El argumento anterior, sin embargo, no es todavía suficiente, porque aun adjudicándole validez, atañe propiamente a los “razonamientos”, vale decir, a los procesos relativamente complejos de nuestro pensamiento; se refiere a los procesos discursivos. Pero los razonamientos o procesos discursivos se apoyan en ciertos “principios”, como por ejemplo que todo objeto es idéntico a sí mismo, o que el todo es mayor que las partes. Ahora bien, estos principios mismos del conocimiento racional no son conocidos de manera discursiva, sino de modo inmediato por simple intuición del espíritu. Siendo esto así, ¿podrá dudarse también de estos principios? Es evidente que el argumento anterior no puede aplicarse también a este caso. Por lo cual Descartes entonces propone un segundo argumento, el del “genio maligno”.
Supondré que cierto genio o espíritu maligno, no menos astuto y burlador que poderoso, ha puesto su industria toda en engañarme.
Puede efectivamente imaginarse que exista un genio o especie de dios, muy poderoso a la vez que perverso, que nos haya hecho de forma tal que siempre nos equivoquemos; que haya construido de tal manera el espíritu humano que siempre, por más seguros que estemos de dar en la verdad, caigamos sin embargo en el error; o que esté, por así decir, detrás de cada uno de nuestros actos y pensamientos para retorcerlos deliberadamente y sumirnos en el error, haciéndonos creer, por ejemplo, que 1+1=2, siendo ello falso.
Es justamente a este argumento al que se refería cuando habló del hiperbolismo de la duda cartesiana. Y este argumento hay que entenderlo rectamente, en su verdadero sentido. Descartes no dice que haya efectivamente tal genio maligno. Pero lo que importa notar es que por ahora no tenemos ninguna razón para suponer que no lo haya; es, por consiguiente, una posibilidad, por más remota y descabellada que parezca ser. Y, puesto que la duda debe llevársela hasta su punto límite si lo tiene, si incluso hay que forzarla, si en verdad se quiere llegar a un conocimiento absolutamente ineludible, resulta entonces que la hipótesis del genio maligno debe ser tomada en cuenta, justamente porque representa el punto máximo de la duda, el último extremo a que la duda puede llegar.
Sucede entonces que también el saber racional se vuelve dudoso.
El primer principio: «Pienso, luego existo»
En el preciso momento en que la duda llega al extremo, se convierte en su opuesto, en conocimiento absolutamente cierto:
“Queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era necesario que yo que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: ‘yo pienso, luego soy’, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando”.
En efecto, aunque suponga que el genio maligno existe y ejerce su poder maléfico sobre mí, yo mismo tengo que existir o ser, porque de otro modo no podría ser engañado. “Y por mucho que me engañe, nunca conseguirá hacer que yo sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo”. El cogito constituye el primer principio de la filosofía, ya que es el primer conocimiento seguro, el fundamento de cualquier otra verdad y el punto de partida para construir el edificio de la filosofía y del saber general; y además porque me pone en presencia del primer ente indudablemente existente, que soy yo mismo en tanto pienso.
La sustancia pensante (Res Cogitans)
Podemos dudar de todo, menos de que en tanto pienso, soy. Según Descartes, entonces, yo soy una sustancia pensante, vale decir, una cosa cuya propiedad fundamental, esencial, definitoria, consiste en pensar. Además, este yo o cosa pensante, o alma, es independiente del cuerpo, y más fácil de conocer que este, pues en efecto, no sé si tengo cuerpo o no, pero en cambio la existencia de mi alma o yo (cogito) es absolutamente indubitable.
La teoría de las ideas innatas
Entre los pensamientos hay algunos que tienen singular importancia, y que Descartes llama “ideas”: que son imágenes de las cosas, representaciones.
Las ideas se subdividen en:
- Adventicias: aquellas que parecen venirnos del exterior, mediante los sentidos, como las ideas de rojo o amargo.
- Facticias: las que nosotros mismos elaboramos mediante la imaginación, como la idea del centauro o de la quimera.
- Innatas: aquellas que el alma trae consigo, como constituyendo su patrimonio original, con total independencia de la experiencia. De estas, unas representan cosas o propiedades de las cosas (Dios, mayor, menor, círculo, alma) y las otras las llama Descartes Axiomas o verdades eternas, y son proposiciones como “el todo es mayor que las partes” o “nada puede ser y no ser al mismo tiempo”.
Con las ideas innatas trabaja propiamente la razón, tal como ocurre, por ejemplo, en el conocimiento matemático; y de ellas sostiene Descartes que, si nos atenemos rigurosamente a las reglas del método ya establecidas, nos proporcionarán siempre un conocimiento evidente, absolutamente seguro.
Sin embargo, surge una dificultad. Porque si bien es cierto que el genio maligno no puede burlarnos acerca del cogito, puede en cambio muy bien engañarnos acerca de cualquier otro conocimiento por más claro que parezca; en otras palabras, puede que el genio maligno nos haya hecho deliberadamente con una razón torcida, deforme, incapaz de conocer nada. Hay que buscar, para no quedarnos detenidos en este punto, eliminar por completo la hipótesis del maligno. Esto lo va a lograr mediante la demostración de la existencia de Dios.
La demostración de la existencia de Dios
Hay tres pruebas mediante las cuales Descartes prueba la existencia de Dios. Las tres parten del mismo punto: la idea de Dios, es decir, la idea de un ser perfecto, independientemente de que crea o no en él.
- Esa idea de Dios que yo tengo ha de haber sido producida por algo o alguien, necesita una causa, porque de la nada, nada sale. Esa causa, además, no puedo serla yo, porque yo soy imperfecto (la prueba está en que dudo), y lo imperfecto no puede ser causa de lo perfecto, ya que en tal caso habría falta de proporción entre la causa y el efecto, y el efecto no puede ser nunca mayor que la causa. Es preciso entonces que esa idea me la haya puesto alguien más perfecto que yo, a saber, Dios. Por lo tanto, Dios existe.
- A esta segunda prueba Kant le dio el nombre de argumento ontológico. Tengo la idea de un ente perfecto. Ahora bien, siendo este ente perfecto, no le puede faltar nada, porque si le faltase algo sería imperfecto; por tanto, tiene que existir, porque si no existiese le faltaría la existencia, sería inexistente, y es evidente que esto sería una imperfección.
Ahora bien, Dios, que es una sustancia pensante infinita y que es perfecto, no puede ser engañador, sino veraz. Si nos ha hecho, pues, con nuestra razón y las ideas innatas, esto quiere decir que esta razón y estas ideas son instrumentos válidos para el conocimiento. De manera que la veracidad de Dios es la garantía y fundamento de la verdad del conocimiento evidente, claro y distinto. Y si nos equivocamos no ha de ser culpa de Dios, que nos ha hecho tan perfectos como pueden serlo los seres finitos, sino por nuestra propia culpa, porque nos apresuramos a juzgar antes de haber llegado al conocimiento claro y distinto o nos dejamos llevar por los prejuicios.
La sustancia extensa (Res Extensa)
Encuentro en mí la facultad de cambiar de lugar, de colocarme en diversas posiciones. El movimiento supone algo que se mueve, y solo es concebible si hay una sustancia espacial a la cual se halle unido. Por ende, los movimientos deben pertenecer a la sustancia corpórea o extensa (res extensa), y no a una sustancia inteligente, puesto que en su concepto claro y distinto hay contenida cierta suerte de extensión, mas no de inteligencia (la sustancia pensante no necesita para ser de espacio alguno, sino que es puro pensamiento o actividad psíquica sin extensión).
Por otra parte, es imposible dudar de que tengo sensaciones, de que tengo la facultad de recibir ideas de cosas sensibles; dicho en otras palabras, dentro de mis ideas encuentro ideas adventicias (de calor, sabor, dureza, etc.). La cuestión consiste en saber si son puras ideas o si corresponden a algo realmente existente.
Esas ideas han de tener una causa. Esa causa no puedo ser yo, desde el momento en que aquella receptividad no presupone mi pensamiento: yo no soy consciente de producirlas, sino que las recibo pasivamente, incluso contra mi voluntad, como impuestas desde fuera. Por lo tanto, deberán ser efecto de una sustancia diferente a mí.
Siento además en mí una fuerte inclinación a creer que las ideas adventicias “parten de las cosas corporales”. Es decir, a considerar que los cuerpos son sus causas. Esta inclinación natural ha sido puesta en mí por Dios. Y como Él no es engañador, sino veraz, hay que concluir que existen cosas corporales.
De este modo encontramos una nueva sustancia junto a la pensante: la res extensa, que así se llama porque su carácter esencial es la extensión, el ocupar lugar. La extensión (que es el único aspecto del mundo exterior que se me ofrece con claridad y distinción) equivale a la corporeidad, a la materia, de modo que para Descartes coinciden materia y extensión (no hay para él espacio vacío).
