Realidad objetiva Descartes

TEMA II.Una vez que Descartes ha encontrado el juicio absolutamente cierto «pienso, luego soy» y el criterio de certeza en la claridad y distinción de los juicios, señala que a dicho criterio se pueden plantear todavía estas dificultades: ¿podemos alcanzar otros conocimientos ciertos además del expresado en el juicio «pienso, luego soy»?, ¿podemos garantizar la objetividad de lo que subjetivamente creemos claro y distinto? Solo en el caso de que exista un Dios bueno y veraz queda garantizada, según Descartes, la objetividad de la verdad. Si el cogito no está en grado de fundar por sí mismo la verdad de las ideas, para salir del círculo del «yo» como única realidad, es preciso demostrar la existencia de Dios, que nos asegure no ser engañados en la aceptación como verdaderas de aquellas proposiciones que percibimos muy clara y distintamente. Pero la demostración ha de proceder sin referencia al mundo externo considerado como un objeto realmente existente de sensación y pensamiento. Ya que si una de las funciones de la prueba es disipar la duda hiperbólica sobre la existencia de cosas distintas del pensamiento, caeríamos en un círculo vicioso si basáramos la prueba en un mundo extramental realmente existente. Descartes queda, así, impedido, por las exigencias de su método, de utilizar el tipo de prueba que había ofrecido santo Tomás. Él tiene que demostrar la existencia de Dios «desde dentro», identificando entre las ideas presentes en nuestro «yo pensante» una que comporta perfección infinita. Veamos ahora con más de­talle los varios argumentos y las consecuencias que se siguen de dicha demostración para el conocimiento del mundo. La primera demostración de la existencia de Dios la encontramos en la cuarta parte del Discurso y en la tercera de las Meditaciones metafí­sicas. Además de por el grado de evidencia y por el origen, las ideas se pueden clasificar también según el grado de realidad objetiva de lo representado por ellas. En efecto, las ideas que en cuanto actos de pensamiento son todas semejantes, desde el punto de vista de lo que representan son diferentes, pues lo representado por unas tiene más realidad objetiva que lo representado por otras y de ahí que también posean un grado de perfección mayor o menor; así la idea de sustancia tiene más realidad objetiva y, por tanto mayor perfec­ción, que la idea de accidente y lo mismo la idea de sustancia infini­ta con respecto a la de sustancia finita. Toda idea, por lo demás, ha de tener una causa y la causa eficiente de la idea ha de tener tanta o más realidad que realidad objetiva hay en lo representado por ella, pues nada puede haber en la representación que no estuviese en su causa. Descartes concluye que el sujeto pensante puede ser la causa de to­das las ideas que están en su mente en cuanto tiene tanta realidad al menos como ellas; por ejemplo, la idea de tiempo o duración puede haberla extraído el sujeto del hecho de que unas ideas suceden a otras y la idea de sustancia del hecho de que él sea una cosa pensante que no necesita de ninguna otra para existir. Sin embargo, la idea de Dios tiene un carácter peculiar en cuanto es la idea innata de una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, por la cual todas las demás cosas que existen, si existen algunas, han sido creadas y producidas. Esta idea, como cualquier otra, ha de tener una causa y la causa ha de tener tanta o más rea­lidad que la realidad objetiva representada por la idea. Ahora bien, en este caso el sujeto pensante no puede ser la causa, porque tiene menos realidad y perfección que la realidad objetiva representada por la idea de Dios. Así las cosas, solo la existencia del propio Dios puede explicar el origen de esa idea, en cuanto puesta por Él en el sujeto a modo de un indicio o marca que el artífice deja en su obra. La segunda prueba de la existencia de Dios la da Descartes en el texto de la cuarta parte del Discurso del método que comentamos y en la quinta de las Meditaciones. Se trata de una reformulación de la ofrecida por san Anselmo en el Siglo XI: ninguna idea es tan perfecta que im­plique necesariamente la existencia de la realidad correspondiente, excepto la de Dios. Así, la idea, por ejemplo, de triángulo implica que ha de ser una figura geométrica de tres lados o que sus ángulos han de sumar dos rectos, pero no que tenga que haber en el mundo triángulo alguno; en cambio, la idea de Dios es la idea del ser más perfecto que se puede pensar y a tal ser no le puede faltar la exis­tencia por cuanto ésta es una perfección más. Si le faltara esta per­fección sería un ser imperfecto y esto supondría una limitación que entraría en contradicción con la idea que de Él tenemos en nuestra mente. En la tercera de las Meditaciones metafísicas existe una nueva prueba basada en que el sujeto pensante no puede ser la causa eficiente de sí mis­mo, en cuanto que si así lo fuera, se habría dado a sí mismo todas las perfecciones de que tiene idea y sería el mismo Dios. Se ha criticado que esta prueba incorpora la noción auto-contradictoria de «causa de sí», que exigiría anterioridad respecto de sí mismo, lo que es absurdo.

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