La ciencia del hombre según Hume: relaciones de ideas y cuestiones de hecho

Hume se propone realizar una ciencia del hombre basada en la experiencia y en la observación, y no en especulaciones gratuitas. Hay que analizar, pues, la naturaleza del entendimiento humano para averiguar sus capacidades y sus limitaciones. Con este propósito, establece una distinción entre los diferentes objetos de razón y de la investigación humana: las relaciones de ideas y las cuestiones de hechos.

Las relaciones de ideas son el ámbito de las ciencias matemáticas. Es el único ámbito donde cabe la certeza demostrativa, puramente racional, sin necesidad de recurrir a la experiencia. Es imposible concebir algo que sea contrario a una proposición demostrada, es una contradicción.

El ámbito de las cuestiones de hecho es el de la ciencia empírica, el de la historia y comportamiento humano. Cualquier proposición referente a una cuestión de hecho, al ser negada, no implica una contradicción. Porque una proposición de este tipo y su opuesta pueden ser concebidas por la mente con la misma facilidad y distinción. La consecuencia de todo esto es que en las cuestiones de hecho no hay demostración, solo pruebas empíricas y probabilidad, argumentos probables basados en la experiencia del pasado. Este último ámbito es el que le interesa al filósofo.

Según Hume, todos los razonamientos concernientes a cuestiones de hecho parecen fundarse en la relación causal. Ya que todas las explicaciones acerca de la experiencia cotidiana o de los fenómenos físicos están basados en las relaciones de unos hechos con otros, en base a que unos se pueden inferir de otros. Del estudio de la conexión causal dependerá la validez de los enunciados sobre cuestiones de hechos.

Para poder estudiar la idea de causa, Hume nos dice que analicemos una relación de causa-efecto concreta: una bola de billar parada y otra que se mueve hacia ella, chocan las dos y la bola que estaba quieta se mueve. ¿Qué observamos? En primer lugar, es evidente una contigüidad en el espacio y en el tiempo; en segundo lugar, la prioridad temporal de la causa respecto al efecto; finalmente, una conjunción constante: todo objeto similar a la causa produce siempre un objeto similar al efecto. Más allá de estas circunstancias nada se puede descubrir en esa relación.

El problema es ¿cuál es el fundamento de la inferencia de la causa-efecto? ¿Por qué concluimos o deducimos a partir de una que el otro ha existido o existirá? Hume negará categóricamente que esta inferencia tenga fundamento en la razón. Adán, el primer hombre en la tierra, dotado de conocimiento pero sin experiencia, nunca hubiera podido descubrir, por la observación de los objetos, los efectos que estos producirían. La relación causal no es comparación de ideas demostrables por la razón, pues podemos concebir efectos contrarios sin caer en una contradicción.

¿Entonces cuál es el fundamento? La experiencia repetida de la relación entre la causa y el efecto, de la conjunción constante. Sin embargo, la experiencia solo nos da información directa y verdadera de los objetos del pasado y, no obstante, la extendemos al futuro y a otros objetos. ¿Por qué? Porque suponemos que la naturaleza es uniforme y creemos que el futuro es conforme al pasado. Por lo tanto, para hacer la inferencia de la causa al usual efecto es necesario la suposición de que el curso de la naturaleza continuará siendo uniforme el mismo.

¿En qué se fundamenta el supuesto de la uniformidad? No se puede basar en demostraciones, pues parece claro que no implica ninguna contradicción que el curso de la naturaleza varíe o que un objeto pueda ser acompañado por efectos contrarios o diferentes. Tampoco puede fundamentarse en argumentos probables, pues ellos mismos están basados en la suposición de esta conformidad. Sin prueba alguna lo damos por hecho.

¿De dónde surge entonces el supuesto de la uniformidad? Según Hume, nos determinamos por la costumbre y el hábito a suponer que el futuro es conforme al pasado. Esta determinación por la costumbre no solo se limita a lo que concebimos, sino que lo creemos. Y no todo lo que concebimos lo creemos, pues esto no pasa con las concepciones de la ficción y los sueños. La creencia establece la distinción entre la concepción a la cual asentimos y aquella a la cual no. La creencia no es una idea nueva que incorporamos a lo que podemos concebir para prestarle nuestro asentimiento. Si así fuera, mediante la adición de esta idea a la concepción, se podría creer cualquier cosa que se pudiera concebir, y no es el caso. Por lo tanto, la creencia es una manera diferente de concebir un objeto, algo que es distingible por el sentimiento y que no depende de nuestra voluntad.

Es decir, cuando decimos que dos objetos están conectados casualmente entendiendo por ello una conexión necesaria, solo podemos querer decir que han adquirido tal conexión en nuestro pensamiento. Hacer corresponder esa conexión en nuestro pensamiento con el curso de los objetos externos no deja de ser una suposición. La casualidad no tiene un fundamento racional sino psicológico, es algo de la mente.

¿En qué consiste ese principio mental? No lo sabemos, pero sí sabemos su origen y que funciona regularmente y sirve de fundamento para el conocimiento de las cuestiones de hechos. Hume, desde una actitud radical empirista, hace la crítica al proceso de inducción. La inferencia inductiva es debida a la experiencia y a la observación. Inferir de casos particulares una generalización solo es posible por la repetición de los casos observados por la experiencia. Pero no hay acumulación de experiencias particulares que den lugar automáticamente a la universalidad y a la necesidad, de lo pasado solo conseguiremos un total numérico, no universalidad que rige para casos futuros. Para realizar extrapolaciones al futuro es necesario partir de un supuesto metafísico: la uniformidad de la naturaleza. Las relaciones casuales que están en la base del quehacer científico adquieren la apariencia de necesidad debido a la costumbre, al hábito de observar la conjunción constante de dos eventos en el pasado. Conjunción constante que extendemos al futuro desde el supuesto metafísico de la conformidad del futuro con el pasado.

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