Teoría del conocimiento Platón

La decepción ante la situación de Atenas y la muerte de Só­crates suponen el inicio de la filosofía platónica. Por una parte, hacen que Platón viaje a Egipto y a las colonias grie­gas del sur de Italia, donde, en contacto con los pitagóricos, adquiríó conciencia de la importancia de las matemáticas y se familiarizó con la doctrina sobre la inmortalidad del alma y la reencarnación. Por otro lado, su desengaño con la dicta­dura de los Treinta Tiranos y con la democracia posterior le llevaron a plantear un modelo de sociedad en el que impera­ra la justicia.

Platón responsabilizó a los sofistas de la decadencia atenien­se: su relativismo no acepta ninguna norma fija y reduce la moralidad a lo que interesa en cada momento. Muchos de los líderes democráticos, demagogos que solo buscaban mantenerse en el poder, habían sido formados en estos prin­cipios. Una retórica brillante y, con frecuencia, alejada de la verdad, les hacía ganarse el voto de los ciudadanos. Siguien­do los pasos de Sócrates, Platón buscará las normas univer­sales y los principios inmutables capaces de garantizar la convivencia. Para ello elabora su teoría de las ideas.

Teoría de las ideas

En la teoría de las ideas se afirma la existencia independien­te y absoluta de unas entidades inmateriales, inmutables y universales que constituyen la auténtica realidad. Si una per­soná es bella, es porque existe la idea de belleza. La belleza de la persona, que captan los sentidos, puede cambiar, pero la idea de belleza (como la de bien, justicia, etc.) es inteligi­ble y no varía.

Las ideas constituyen un mundo perfecto, eterno e inmuta­ble, que se encuentra jerarquizado. En su cúspide aparece la idea de bien, que es a la vez causa y fin de las demás ideas; por eso, su conocimiento, que es propio de la razón, permi­te apreciar el orden de las cosas. Esto solo está al alcance de unos pocos (los filósofos). De ahí la propuesta platónica de que sean ellos los que gobiernen.

El mundo sensible es modelado por el demiurgo queriendo imitar el mundo de las ideas. Aunque la materia impide que se alcance la perfección, cuanto de racional hay en el mundo físico se debe a esa imitación del mundo inteligible.

El conocimiento: reminiscencia y dialéctica

Si la ciencia se ocupa de lo universal, los objetos de la cien­Cía no pueden ser otros que las ideas. Pero si las ideas están en un mundo distinto del sensible, ¿cómo le es posible al hombre su conocimiento? Aquí aparece la doctrina del cono­cimiento como reminiscencia: 
el hombre es cuerpo y alma, y esta, que es inmortal, pertenece al mundo de las ideas, a donde regresa cuando muere el cuerpo. Mientras permanece en el mundo de las ideas, el alma conoce todo cuanto existe.

pero al encarnarse en un cuerpo, olvida lo que sabe. Sin em­bargo, el contacto con las realidades físicas del mundo sensi­ble hace que recuerde y comience de nuevo su aprendizaje.

Este aprendizaje se gradúa en dos niveles: la opinión y la ciencia. La opinión no es un conocimiento estricto, sino una forma de creencia más o menos generalizada pero carente de fundamento. Tiene dos grados: la conjetura aventurada o la convicción más o menos verosímil, aunque ambas son propias del mundo sensible y están basadas en los sentidos; por ello no son conocimiento seguro.

También hay dos grados de ciencia: el conocimiento mate­mático, que hace uso de lo sensible para alcanzar sus con­clusiones, y la dialéctica, conocimiento de las ideas dirigido por la razón, que representa la culminación de este proceso y la verdad absoluta.

El ser humano: cuerpo y alma

La teoría de las ideas es también la base de la concepción platónica del hombre. El hombre es cuerpo y alma, pero esta, como perteneciente al mundo de las ideas, es más va­liosa que el cuerpo. Por eso, este es considerado una cárcel para el alma, y la muerte significa una liberación.

El alma está dividida en tres partes: por un lado, el apetito, que engloba los deseos relacionados con las necesidades más básicas; por otro, la voluntad, que es fuente de pasio­nes nobles, por lo que colabora con la razón, que es la ter­cera parte, la que nos impulsa a la vida intelectual y a la or­denación de nuestra vida. Así pues, el alma debe servirse de su parte racional, la única inmortal, para controlar la vo­luntad (alma irascible o volitiva) y los apetitos (alma concupiscible o apetitiva). Si no fuera así, el hombre caería en la temeridad o en el desenfreno.

Ética y política: el hombre y el Estado justos

Mediante el alma racional se adquiere el conocimiento y se controlan las pasiones


Saber y felicidad son las finalidades del hombre. Para que el saber sea posible, el ser humano debe gozar de equilibrio en su alma, y este se alcanza ha­ciendo que cada parte del alma desempeñe la labor que le corresponde (virtud: 
sabiduría o prudencia –parte racional-, fortaleza –parte irascible-, y tamplanza o moderación –parte concupiscible o apetitiva-)

La armónía entre las partes del alma, bajo el predominio del alma racional, proporciona al hombre justicia, que es el estado moral supremo.

Esta idea del equilibrio entre las partes se extiende al Esta­do. El hombre solamente puede alcanzar su felicidad en la polis, y esta ha de estructurarse para alcanzar la justicia. 
El Estado ideal es aquel en el que cada ciudadano cumple con la función para la que está más capacitado. En la uto­pía platónica, campesinos y artesanos, guerreros y gober­nantes deben hacer uso de sus cualidades respectivas (templanza, valor y prudencia) para que reine la justicia general, aunque son los hombres prudentes los que deben gobernar.

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