Relativismo cultural dialogo intercultural

Advertencias necesarias Las reflexiones siguientes están en proceso y lo estarán siempre, porque entiendo que la base del dialogo intercultural es precisamente el no encerramiento en posiciones inamovibles y, consiguientemente, la apertura a la intercomunicación. Se trata, por otra parte, de reflexiones que se hacen desde un determinado entorno cultural, el mío propio, y que, sin pretensión alguna de validez universal, quieren contribuir a crear las condiciones de posibilidad para que mi cultura no sólo no aplaste a las demás sino que las reconozca como dignas expresiones de la experiencia humana y se enriquezca en diálogo con ellas. Se hacen desde la conciencia de estar en una época de tránsito que si bien está henchida de amenazas ofrece también oportunidades para la convivencia de diversidades y el diálogo intercultural. Tengo que aclarar, finalmente, que mi elaboración sobre el tema se sabe deudora de quienes están participando en este debate tanto en el Perú como en otros entornos culturales. Me interesan particularmente los debates que se desarrollan en Canadá y Estados Unidos sobre liberalismo/comunitarismo, en los círculos europeos y latinoamericanos de la “filosofía de la liberación”, en las universidades peruanas (principalmente en PUCP, UNMSM, UARM) y en las instituciones y programas educativos implicados en la educación bilingüe intercultural[1]. Para proceder con orden presentaré primero el problema, me ocuparé luego de las diversas maneras de abordarlo, para centrarme finalmente en el enfoque del problema desde la filosofía teórica.  Identificación del problema Como he dicho recientemente en un artículo en la revista Hueso húmero, las actuales reflexiones sobre la multiculturalidad e interculturalidad hunden sus raíces en los problemas que nos plantea a todos la convivialidad contemporánea. Vivimos en ambientes cada día más interculturales y poliaxiológicos. La diversidad ha logrado sobrevivir, a pesar de los esfuerzos de las culturas y las constelaciones axiológicas dominantes por construir unidades monolíticas y afirmar identidades, comportamientos, percepciones, creencias y sensibilidades uniformes. En el mundo de hoy, anota Kymlicka, hay alrededor de 600 grupos de lenguas vivas y más de 5000 grupos étnicos. En el ámbito del mundo de la vida o vida cotidiana la multiculturalidad e incluso la inteculturalidad son, para la mayoría de las sociedades contemporáneas, un dato de su propia realidad. Lo nuevo, sin embargo, no está en el hecho mismo de la diversidad, que siempre ha existido, sino en que ahora comenzamos a asumirla como componente de nuestro marco de referencia perceptivo y representativo, e incluso a entenderla como parte de nuestro horizonte normativo y axiológico. Además de hacerse presente en el mundo de la vida y en las esferas de la cultura, la diversidad comienza a ser tenida en cuenta en la red de instituciones que constituye el complejo tejido de las sociedades contemporáneas. Es, pues, la vida contemporánea la que nos pone frente al problema de la multiculturalidad o polivaloridad. No es raro, por tanto, que la interculturalidad se esté convirtiendo en el tema de nuestro tiempo. Para mayor claridad entenderé aquí por multiculturalidad la coexistencia, en un mismo horizonte societal (generalmente, el del estado-nación), de diversas culturas, fenómeno que se hace más complejo a medida que, por un lado, las diversidades culturales que pueblan un mismo territorio o territorios contiguos toman por sí mismas la palabra y deciden contarnos su propia historia, y, por otro, el desborde de las dimensiones institucionales de los estados-nación ensancha esos horizontes. Por interculturalidad entenderé el entrecruzamiento de esas diversidades tanto en las esferas de 
la cultura como en los subsistemas sociales y en el mundo de la vida, un entrecruzamiento que tiende a constituir constelaciones poliaxiológicas en las que conviven, no sin conflicto, diversos estilos de vida y nociones de vida buena enraizadas en diferentes discursos. Entiéndase, por tanto, desde el comienzo que estamos frente a un problema que nos incumbe, cada vez a más personas en la actualidad y que, por lo mismo, no se trata de una operación nostálgica de salvataje de las culturas tradicionalmente calificadas de “primitivas”. Porque lo que está aquí en cuestión no es la vuelta a los mundos homogéneos y esencialmente prescriptivos de las culturas premodernas, sino la búsqueda de formas de convivencia que superando incluso el concepto moderno de tolerancia hagan posible el reconocimiento y el disfrute de la diversidad. Parafraseando el título de un voluminoso estudio de Alain Touraine, el problema que se nos plantea hoy puede encerrarse en una pregunta: ¿Podremos vivir dignamente juntos siendo diferentes? En la búsqueda de una respuesta afirmativa a esta pregunta está, a mi entender, la apuesta utópica de nuestro tiempo. 
Entradas el tema Es evidente de suyo que un problema tan complejo como el planteado necesita ser abordado desde muy diversas entradas, y así está ocurriendo. Quienes lo abordan desde una perspectiva religiosa enfatizan la creencia de que todos los pueblos están igualmente cerca de Dios y, por tanto, incluidos en las historias, en plural, de la salvación. Esta creencia socava los cimientos de la historia tradicional de la salvación: una única historia, con un pueblo elegido, un único mensaje y un conjunto autorizado de mensajeros sobre los que pesa la sagrada misión de anunciar a los demás pueblos la buena nueva. La entrada religiosa a la interculturalidad propicia el diálogo paritario entre los diversos mensajes de la trascendencia que pueblan el mundo. Quienes abordan el problema desde una perspectiva ética se comprometen éticamente con el diálogo intercultural como alternativa frente a las consecuencias de la globalización. Parten para ello de una caracterización de la globalización como nueva barbarie o fuerza destructiva que asfixia las diferencias culturales y supone destrucción de culturas, exclusión social, destrucción ecológica, racismo, hambre, desnutrición y organización total del planeta. Su objetivo es construir una alternativa universalizable de vida digna para toda la humanidad por las vías de una ética de la liberación que parte del respeto y el reconocimiento de las culturas, entendidas éstas no como destino inexorable sino como “punto de apoyo” para la realización plena de la persona como libertad y como razón. Toda cultura, afirman, está atravesada por dos dialécticas: una de determinación/libertad, y otra de opresión/liberación. Le cumple al individuo elegir, decidirse por la libertad personal, frente a las tradiciones determinantes, y por las tradiciones de liberación, frente a las de opresión. La libertad que postulan es reflexiva: el individuo discierne los dos polos de esas dialécticas y escoge el polo liberador. Se atienen, por tanto, a lo que consideran el “principio liberación”, un principio que postula la liberación de las víctimas y que implica la solidaridad con el otro como modo de ser y de existencia solidaria. De este principio derivan la necesidad del diálogo intercultural, una forma de relación con el otro que, oponiéndose a la homogeneización propia de los discursos englobantes tradicionales y a la actual globalización, y sobrepasando la tolerancia, se expresa en la “acogida” del otro como sujeto y, por tanto, propicia la universalización de la co-autonomía de las personas y la co-soberanía de las culturas. Los supuestos filosóficos en los que se basa la perspectiva de la “ética de la liberación” para fundamentar sus salidas al diálogo intercultural son los siguientes: El ser humano como universal particular. La subjetividad (singularización –particular-de las vigencias culturales propias) plantea la cuestión del sentido, fundando así la posibilidad de la universalización (universal) como movimiento de intelección argumentativa (comunicación y unión en la diversidad). La reflexión subjetiva. Cada ser humano tiene un “resto no culturizado” que le permite 
trascender su propio universo cultural y hace posible el diálogo con otros desde una identidad siempre en proceso. El cultivo de la libertad. Implica, por un lado, la posibilidad de cuestionamiento de las dinámicas de estabilización en las culturas, haciendo valer en ellas proyectos subjetivamente diferenciados cuya realización reclama el reordenamiento constante del mundo cultural propio, por otro, el derecho a rebelarse y a solidarizarse con los otros que buscan también la implantación del reino de la libertad. La racionalidad como constitutiva de la libertad. La razón es entendida como necesidad de la libertad: por ser libre, el hombre está obligado a ser racional, es decir a dar razón de su modo de comprender, vivir, actuar, querer, etc. Lo que le capacita para el diálogo con otros. Quienes abordan el problema desde la filosofía política se caracterizan por un compromiso político con los derechos de las minorías étnicas a partir de un liberalismo renovado. Parten para ello de algunas constataciones: la diversidad se ha mantenido, pese a los afanes homogeneizadores; la difusión de las lógicas de la modernidad ha creado las condiciones para que los pueblos digan su palabra e incorporen sus demandas, especialmente la de reconocimiento, a la esfera pública; la globalización propicia la formación de medios heterogéneos y hace que la interacción entre gentes de diversas culturas sea cada vez más parte de la vida cotidiana. Frente a estos hechos, propios de la actualidad, el liberalismo clásico se queda corto. Para fundamentar el principio de la igualdad constituye e interpela a los individuos despojándolos de sus pertenencias culturales y reduciéndolos a la condición de miembros de la especie humana. En la pertenencia a la especie humana pone el liberalismo clásico la esencia de la identidad y de la dignidad de la persona. Desde estos principios propone la neutralidad axiológica de las instituciones públicas con respecto a las particularidades de cada persona, considerando esa neutralidad como la condición de posibilidad para la práctica de la igualdad y la justicia. Sin desconocer la importancia histórico-filosófica del liberalismo, lo cierto es que el pensamiento liberal hunde sus raíces en una cultura que, siendo particular, se asume a sí misma como universalmente válida y, por tanto, no hace justicia a los miembros de otras culturas ni les brinda iguales oportunidades. Para buscar una salida desde el liberalismo se propone profundizar el principio liberal de la igualdad hasta incorporar la participación de las minorías étnicas con sus pertenencias culturales. La propuesta se concreta en la constitución de estados multinacionales y poliétnicos que incorporen el derecho a la pertenencia cultural, admitan diversas formas de ciudadanía y reconozcan tres tipos de derechos colectivos a las minorías: el derecho al autogobierno, a través de la delegación de poderes políticos; los derechos poliétnicos, apoyándolas financieramente y protegiendo sus prácticas culturales; y los derechos especiales de representación, garantizándoles escaños y puestos directivos en la administración pública. Los supuestos filosóficos en los que se basan estas propuestas son fundamentalmente tres:  
Cada pueblo, como quería Herder, es la medida de sí mismo y, por tanto, nadie está autorizado a imponerle desde fuera su norma y su destino. Todo pueblo necesita un contexto de “seguridad cultural” para dar sentido y orientación a sus elecciones en la vida. Este contexto es un bien primario para la realización de la persona y, por tanto, los estados están en la obligación de preservarlo. Las culturas, afirma Taylor, son valiosas porque son proveedoras de sentido. Pero esto no quiere decir que estén encerradas en sí mismas. Hay en ellas ventanas abiertas a otras culturas y, por tanto, se produce, como apunta Gadamer, una “fusión de horizontes” que las dinamiza y enriquece. Principio de la dignidad. En oposición al honor, asentado sobre privilegios, la dignidad se atribuye a todos los hombres por pertenecer a la especie humana. Pero la especie humana no se da en abstracto, sino a través e inseparablemente de una diversidad de formas culturales. Por tanto, el principio de la dignidad conlleva el respecto no sólo de los derechos 
del individuo qua tale sino de sus pertenencias. Así, la política de la diferencia, como anota Taylor, surge de la política de la dignidad universal de toda persona. Identidad y reconocimiento. La identidad es dialógica. Se constituye, se negocia, en diálogo con otros. Aquello con lo que nos identificamos depende, en gran medida, del reconocimiento de los otros. El reconocimiento, afirma Taylor, no es una cortesía sino una necesidad vital de las personas. Así, la relación con los otros es clave para el autodescubrimiento y la autoafirmación. El no reconocimiento o el mal reconocimiento infringe daños a la persona y se convierte en una forma de opresión. Por tanto, es obligación del estado reconocer las pertenencias. Además de las perspectivas para abordar el problema que aquí hemos presentado resumidamente hay varias otras como: la jurídica, que pone el acento en la culturización de las normas; la estética, que acentúa la diversidad de las nociones de belleza y de las prácticas artísticas; la lingüística, que habla de la multiplicidad de los juegos de lenguaje; la científico-tecnológica, que acentúa el enraizamiento cultural de los saberes y de las formas de relación hombre/mundo; etc. 
Desde la filosofía teórica Sin desconocer la importancia de las perspectivas arriba presentadas, tengo para mí que el abordaje del problema desde la filosofía teórica, esencialmente desde la ontología y la epistemología, añade profundidad y trascendencia al análisis del problema de la interculturalidad.  
Soy consciente, por lo demás, de que este abordaje no es nada fácil porque tiene que vérselas con tradiciones de pensamiento filosófico profundamente enraizadas y que, de alguna manera, constituyen el sentido común en la comunidad de los filósofos. No voy a tratar aquí el tema en toda su extensión. Me limitaré a dejar trazados algunos caminos para abordarlo. Mi elaboración a este respecto se sabe tributaria de reflexiones recogidas de quienes, desde hace ya algunas décadas, están empeñados en revisar las vigencias del proyecto de la modernidad desde una perspectiva que no pocos han calificado de postmoderna. Entre ellas, me interesan particularmente las aperturas a las que convocan las elaboraciones de  Gianni Vattimo. Como hipótesis de trabajo sostengo que la consideración del ser como débil y del conocimiento como interpretación constituye la condición de posibilidad para un tratamiento en profundidad del reconocimiento cabal de la dignidad de las culturas y el  diálogo intercultural, y, por tanto, permite darle mayor enjundia teórica y trascendencia práctica a las reflexiones sobre la interculturalidad. Como punto de partida me sitúo en la actualidad y, por tanto, asumo desde el inicio que mi reflexión no tiene ninguna pretensión de validez metahistórica porque no es otra cosa que un intento de cercioramiento o de saber a qué atenerse con respecto a las condiciones contemporáneas de existencia en una sociedad como la mía, atravesada de problemas irresueltos con respecto a la identidad, la vinculación social, la legitimación del saber y del poder, las normas y prácticas de la convivencia entre las culturas que la pueblan, el reconocimiento del otro, la estructura institucional, etc. De la actualidad me interesa subrayar algunos procesos interrelacionados que entiendo como portadores de nuevas perspectivas para la experiencia humana y, por tanto, tienen una especial trascendencia histórico-filosófica. Me refiero esencialmente a tres: el debilitamiento de la confianza en el discurso moderno y sus categorías fundantes, e incluso de la idea misma de fundamento, acompañado de la presencia de otros discursos provisores de sentido; la descomposición o el desborde, para 
usar el término acuñado por Giddens, de las dimensiones institucionales de la modernidad y su recomposición en ámbitos globales, regionales e incluso locales; y la liberación de las diferencias y toma de la palabra por las diversidades, en pugna con los afanes homogeneizadores y fundamentalistas que pretenden, en el primer caso, imponer formas de existencia y estilos de vida uniformes, y, en el segundo, preservar sus nociones de vida buena y formas de existencia de toda contaminación externa y exigir a los individuos una relación prescriptiva y no electiva con sus propias tradiciones. Estas tendencias, que se dan en un entorno societal caracterizado por la diversificación y extensión de las comunicaciones, abren nuevas perspectivas para la experiencia humana y si bien es cierto que entrañan el peligro de ampliar y profundizar la dominación y la exclusión, son también fuente para nuevas alternativas de liberación. Pueden, por eso, se consideradas como de trascendencia histórico-filosófica en cuanto que parecen apuntar a un cambio de época y abrir perspectivas inusitadas para el pensamiento y las formas de vida. El objetivo que persigo no es otro que explorar caminos de salida para un pensamiento crítico de y sobre la actualidad que se abra al encuentro de las diversidades. Para, al hilo de las elaboraciones de Vattimo, abrirse al reconocimiento de la dignidad de las culturas, promover la liberación de las diferencias y hacer filosóficamente posible el diálogo intercultural, el pensamiento crítico de la actualidad, en una relación reflexiva y no prescriptiva con sus propias tradiciones, propone el debilitamiento del ser como ontología de nuestro tiempo, entiende la verdad como apertura, asume la hermenéutica como sentido común de su práctica teórica, se atiene a la insuperabilidad de la pertinencia histórica, afirma la intersubjetividad como manera de darse del sujeto y considera el reconocimiento como esencial para la construcción de identidad. No es éste el lugar para desarrollar en profundidad estos postulados del pensamiento crítico de la actualidad. Me limitaré, pues, a presentarlos brevemente aun a sabiendas de que es preciso seguir elaborándolos para extraer de ellos el potencial crítico y propositivo que encierran. Frente a la atribución al ser de propiedades fuertes y estructuras necesarias, y la consideración del ente como accidente finito y transitorio, que han practicado en Occidente la religión y la metafísica y practica hoy la ciencia, la ontología débil considera el ser como evento histórico y mutable y, por lo mismo, se despide de la idea de fundamento. Tradicionalmente, el pensamiento ha consistido en Occidente en hacerse del fundamento (orden del ser) para desde ahí pensar rigurosa y críticamente el ente (orden existente). La rigurosidad en el procedimiento aseguraba la objetividad o verdad de los enunciados, mientras que la criticidad permitía pensar estrategias para aproximar el orden existente al supuesto orden del ser. Desde el abandono de la idea de fundamento y el afincamiento en una ontología deliberadamente débil, el pensamiento no puede consistir sino en escuchar e interpretar los mensajes eventuales que nos vienen de la historia y de la actualidad. No queda lugar neutral para la teoría. Toda teoría está trascendida de historicidad, es sólo interpretación y, por tanto, no se enuncia como verdad consumada sino como apertura al diálogo. Frente a la verdad como adecuación, la consideración de la verdad como apertura abre posibilidades inéditas para el diálogo intercultural. Porque la verdad como apertura, por un lado, impide que sacralicemos las diferencias y diversidades, que sería como reeditar la ontología fuerte a escala menor, y, por otro, permite una intercomunicación libre de violencia teórica y práctica y, por tanto, se constituye en condición de posibilidad para proyectos personales y colectivos. La verdad, desde esta perspectiva, no es algo que uno encuentra con el ejercicio de la razón; es más bien algo que se va construyendo dinámicamente en diálogo con otros. Esto no significa, sin embargo, que reduzcamos la verdad al consenso, si por consenso entendemos el punto común de llegada desde diversas posiciones. La verdad no es meta, es siempre apertura a otros mundos; no remite a una realidad supuestamente objetiva, sino a nuevos mundos simbólicos que se abren y enriquecen constantemente en el diálogo.
Desde esta posición no hay lugar para fundamentalismos, relativismos y nacionalismos homogeneizantes. Porque los fundamentalismos, por remitirse a supuestos fundamentos universalmente válidos y creerse que son los únicos en estar cerca de Dios, paralizan todo diálogo y cierran el camino a la verdad como apertura. Los relativismos reeditan la estructura básica de los fundamentalismos a menor escala: todos estamos, creen, igualmente cerca de Dios y, por tanto, la verdad no es una sino múltiple. Los nacionalismos a ultranza impiden el diálogo entre las diversidades internas y obstaculizan el encuentro enriquecedor entre las variadas formas de la experiencia humana. Al afirmar la insuperabilidad de la pertenencia lo que se quiere decir es que cada uno de nosotros es hijo de su tiempo y de su cultura y que esta condición de existencia es insuperable. Por tanto, nadie está autorizado a hablar en nombre de la humanidad ni a contar su historia. La cultura a la pertenecemos no es, sin embargo, monolítica ni coercitiva. Es siempre posible y deseable mantener con ella una relación electiva: escoger unas tradiciones y desechar otras, comprometerse con unos proyectos y dejar otros. No hay tampoco una lengua suprahistórica. Cada uno habla una lengua histórica y es hablado por ella. Nos servimos de nuestra lengua como trasfondo y vehículo para emitir e interpretar mensajes, pero también desde ella somos hablados, es decir es definida nuestra identidad e identificado nuestro puesto en la sociedad, en la historia y en el cosmos. No hay valores supremos. Todos los valores lo son de una cultura. Apropiarse de ellos no significa que los asumamos como mandatos, destinos inexorables o fuentes indiscutibles de legitimación de la praxis social, sino sólo como monumentos históricos con los que uno dialoga interpretándolos y a los que uno revive rememorándolos. Así, las tradiciones y vigencias del entorno son despojadas de sus durezas y solideces y convertidas en mensajes que nos vienen del pasado y de la actualidad y que nos invitan a escucharlos e interpretarlos. Los componentes de la cultura a la que pertenecemos no son datos objetivos que haya que registrar ni barreras que limiten nuestro horizonte perceptivo, axiológico, representativo y práctico, sino mensajes abiertos con los que dialogamos para apropiarnos del pasado, pensar el presente e imaginar el futuro. Por otra parte, se da lo que Gadamer llama “fusión de horizontes”, espacios culturales atravesados por vigencias de más de una cultura. El sujeto fuerte de la metafísica moderna, pensado desde la noción trascendental de naturaleza humana (razón y autonomía), constituye la piedra angular de la epistemología, la ética, el derecho, la política, la estética y las formas de acción social. Frente a esta filosofía del sujeto, el pensamiento postmoderno propone una filosofía de la intersubjetividad que considera al sujeto como hechura de relaciones sociales que, sin embargo, no disuelven la identidad individual. Pero esa identidad se va formando y transformando en diálogo con los otros a través de una lengua que hablamos y, como hemos señalado arriba, por la que somos hablados. Lo que está en cuestión en este diálogo, más que el acuerdo, es la identidad de los propios dialogantes. De ahí la importancia del reconocimiento del otro con sus cambiantes pertenencias para que el otro se asuma también como un sujeto dialogante. 
Anotación final Las reflexiones que preceden, aunque sean preliminares y requieran de una mayor elaboración, buscan aportar al debate sobre la interculturalidad enjundia teórica, pero también pretenden orientar la práctica hacia un encuentro de diversidades que nos permita a todos vivir dignamente juntos siendo diferentes y gozando la diversidad. Se pone en ellas el énfasis en la filosofía teórica porque considero que subyacen a las posiciones sostenidas en los debates sobre la interculturalidad no sólo juicios éticos, jurídicos y representativos, además de intereses prácticos e incluso hábitos y costumbres de la vida cotidiana, sino un trasfondo ontológico y epistemológico que es preciso atreverse a revisar, aunque ello, por un lado, nos exija poner en cuestión nuestro tradicional sentido 
común filosófico y mantener una relación electiva con nuestras tradiciones, incluidas las teóricas, y, por otro, nos invite a transitar, en diálogo con otros, por caminos sembrados de incertidumbres y oscuridades. 
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