Orígenes Remotos del Derecho Constitucional
Los regímenes constitucionales son uno de los fenómenos más tardíos en la civilización. Sin embargo, existieron estructuras jurídicas de poder que hoy podemos considerar antecedentes del Derecho Constitucional moderno, como en China, Egipto, Roma y en las ciudades griegas. De ahí que Aristóteles se encargara de coleccionar las Constituciones griegas, destacándose entre ellas la Constitución de Atenas, que admitía la distinción entre el poder legislativo ordinario, en manos de la Asamblea, y una especie de poder constituyente, que estaba por encima de este poder, encargado de crear leyes especiales. En el mismo sentido, los romanos distinguieron las leyes ordinarias y las leyes concernientes al fundamento estatal, como aquellas que regulaban los poderes públicos.
Posteriormente, en la Edad Media, tras las aportaciones del cristianismo y el derrumbamiento de la estructura política romana, la idea de constitución, aunque no en su sentido técnico actual, comenzó a apreciarse como una regla que establecía las prerrogativas de los gobernantes y las obligaciones de los gobernados. Las estipulaciones estamentales de la Edad Media, consistentes en pactos entre estamentos y el príncipe, relativos a la garantía de privilegios y limitaciones del poder, condujeron a la promulgación en Inglaterra de la Carta Magna en el año 1215, uno de los documentos históricos más importantes de la época. Esto daría cabida a lo que posteriormente se denominaría Estado, y tomaría forma como una organización político-jurídica, concepto introducido por Maquiavelo en su obra El Príncipe.
Aparición del Concepto de Estado
Resulta imposible hablar del concepto de Estado antes de la Edad Media. Europa, a mediados del siglo XVIII, presentaba en todas las naciones asentadas en ella gobiernos constituidos como monarquías absolutistas. El fundamento del mandato de los reyes era explicado teológicamente; se sostenía el derecho dinástico de los monarcas como una prerrogativa que legitimaba su ascenso y mantenimiento en el poder. La excepción a este orden era la Inglaterra insular, ya que ninguna otra nación había logrado concebir que el gobierno, identificado hasta entonces con el monarca, pudiera ser circunscrito a un marco normativo impuesto por sectores de la población. Por el contrario, se concebía al país y su situación política como la unidad de una entidad inmutable, creada por Dios. Solo Él, representado por la Iglesia y los reyes, podía establecer su propio marco legal de atribuciones, el cual favorecía en todo a los eclesiásticos y a la nobleza más encumbrada.
Se pensaba que los reyes solo debían rendir cuentas de su actuación a Dios; este concepto fue una verdad incuestionable hasta el siglo XVIII. La actividad administrativa integrada en la esfera real se limitaba, en general, a las atribuciones de policía con las que se aseguraba la estabilidad del régimen político. Esta actividad de control de la población era efectuada por los miembros de la nobleza. Así, se admitía que la servidumbre había sido creada para servir al rey.
Nicolás Maquiavelo es considerado el padre de la Teoría del Estado y la Ciencia Política. Utilizó en su obra El Príncipe por primera vez la palabra «Estado» para referirse a las tiranías, principados y reinados en que se encontraba dividida Europa. Aunque Maquiavelo no se ocupó de definir lo que debía considerarse como Estado, fue el primero en utilizar el término para referirse a las organizaciones políticas del Bajo Medievo, cuyo poder era ejercido en parte por reyes y príncipes, y en otra facción por los grandes terratenientes. Los pensadores ilustrados se ocuparon posteriormente de precisar el fenómeno que Maquiavelo ya había vislumbrado y denominado Estado.
La Teoría del Contrato Social
El contrato social, como teoría política, explica, entre otras cosas, el origen y propósito del Estado y de los derechos humanos, cuya formulación más conocida es la propuesta por Jean-Jacques Rousseau:
«Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y gracias a la cual cada uno, en unión de todos los demás, solamente se obedezca a sí mismo y quede tan libre como antes».
Este es el problema fundamental que el contrato social resuelve.
Las cláusulas de este contrato se encuentran tan determinadas por la naturaleza del acto que, aunque posiblemente jamás hayan sido enunciadas de modo formal, son las mismas en todas partes, y en todos lados están admitidas y reconocidas tácitamente. Solo cuando el pacto social es violado, cada uno recobra sus derechos originarios y recupera su libertad natural, perdiendo la libertad convencional por la cual renunció a aquella.
Estas cláusulas se reducen a una sola: la alienación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad. Al entregarse cada uno por entero, la condición es igual para todos; y al ser igual, nadie tiene interés en hacerla onerosa para los demás. La unión es la más perfecta y ningún asociado tiene nada que reclamar. Al darse cada uno a todos, no se da a nadie; se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se tiene.
«Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, recibiendo a cada miembro como parte indivisible del todo».
Este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe, por este mismo acto, su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública, que se constituye mediante la unión de todas las restantes, se llamaba en otro tiempo Ciudad-Estado, y toma ahora el nombre de república o de cuerpo político. Sus miembros lo denominan Estado cuando es pasivo, soberano cuando es activo, y poder al compararlo con sus semejantes. En cuanto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo, más concretamente, ciudadanos, en tanto son partícipes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto están sometidos a las leyes del Estado.
El Constitucionalismo Liberal
Hoy parece comúnmente admitido que el liberalismo español posee caracteres muy particulares que lo convierten en un caso singular en Europa. Esto se debe, por un lado, a motivos de índole histórica, como el prestigio nobiliario de la aristocracia, y por otro, a las necesidades político-económicas que atravesó España en la década de 1830. Esta época coincide con el ascenso definitivo de los liberales al poder, situando a la Constitución de Cádiz y al Trienio Liberal como referentes del liberalismo español más avanzado y progresista de Europa.
Entre sus singularidades, podemos destacar:
- La ausencia de una auténtica revolución liberal que sirviera de sustrato ideológico a la nueva forma de organización del poder político.
- La falta de una revolución industrial.
- El mantenimiento de una estructura social propia del Antiguo Régimen.
- Una falta de adecuación de los textos constitucionales a la realidad social.
En definitiva, el liberalismo surge en España en un momento histórico inoportuno, cuando el país no estaba preparado, lo cual condujo a la propia debilidad del Estado liberal y a la falta de arraigo de nuestras Constituciones, desarrollándose el proceso político al margen de los textos constitucionales.
El Constitucionalismo Social
El Estado social es fruto de un proceso histórico. En 1848, la burguesía alemana reaccionó de forma conservadora frente a los procesos revolucionarios europeos, lo que llevó a la doctrina a configurar el Estado formal de Derecho. Sin embargo, los propios planteamientos del capitalismo eran conscientes del significado de estos movimientos revolucionarios y buscaron su propia transformación sin abandonar los esquemas fundamentales de su concepción. El momento histórico de su realización se sitúa en la República de Weimar y, especialmente, a raíz de la Ley Fundamental de 1949, donde comienza a resurgir la concepción material del Estado de Derecho a partir de la expresión «Estado social de Derecho».
El tránsito del Estado liberal al Estado social de Derecho plantea una rica problemática, donde se enfrentan tesis conciliadoras de ambas expresiones y tesis que proclaman su distinta fundamentación y configuración. Aunque la expresión «Estado social de Derecho» es reivindicada desde posiciones ideológicas muy diferentes (desde planteamientos socialistas y capitalistas hasta los totalitarismos), la primera vez que se constitucionaliza es en la Ley Fundamental de Bonn.
Cuando se produce el tránsito hacia el Estado social de Derecho, se concluye que la teoría de división de poderes no puede cumplir la misión para la que fue concebida, pasando a impedir toda concentración del poder con el máximo respeto al principio mayoritario y al pluralismo social. Se produce también una alteración sustancial en el sistema de relaciones entre el Estado y el individuo, ya que el primero se ve obligado a prestar unos servicios mínimos, que cada vez adquieren un mayor alcance y significado, ejerciendo una función subsidiaria.
Hubo divergencia en las finalidades que el Estado social debía perseguir. Para unos, el Estado, sin abandonar el sistema de producción capitalista, debe garantizar la procura existencial del individuo, asegurando un funcionamiento eficaz del sistema económico y social existente. Estos son los planteamientos del Estado del bienestar. Para otros, se trata de un proceso de mayor profundización democrática, que debe buscar la igualdad real de todos los ciudadanos. Este último planteamiento dará lugar a la elaboración de la noción del Estado democrático de Derecho.
El Constitucionalismo Democrático
A partir de la Segunda Guerra Mundial, comienza a introducirse la expresión «Estado Democrático de Derecho» como un intento de superación del Estado social. Busca conseguir una plena democratización del aparato del Estado y una igualdad real de todos los ciudadanos, planteamientos que parecen exigir un abandono de los postulados del sistema de producción capitalista.
La doctrina se ha planteado la siguiente disyuntiva:
- Por un lado, se subraya que el Estado social y el Estado democrático no son sino fases sucesivas en el proceso de transformación del Estado contemporáneo.
- Por otro, se afirma que la proclamación del Estado democrático no es más que una declaración constitucional, y para cuya consecución se necesitaría no solo profundizar en las posibilidades transformadoras que nuestra Constitución encierra, sino también un cambio de sistema político, con la consiguiente reforma del texto constitucional al respecto.